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martes, 25 de octubre de 2011

Jóvenes

La felicidad, la juventud, esos efímeros estados de exaltación que se pasan con el tiempo, se presentan en los momentos de éxito como bienes intemporales, como muestra de la bondad de los dioses por nuestra virtud. No hay quien en esos momentos en los que tus conciudadanos te han ofrecido su apoyo pueda sustraerse a la sensación de que cualquier cosa es posible, de que efectivamente la acción de un lider es capaz de dominar las estrictas leyes de la naturaleza o de la economía.
El optimismo nos cambia la percepción de la realidad y por unos momentos, tal vez por unos años, también es capaz de cambiar el mundo que nos rodea. Nos hace como esos observadores del principio de inertidumbre de Heisenberg, según el cual cuanto más precisos seamos en el conocimiento de la posición de una partícula, menos precisión tendremos en el conocimiento de su velocidad.
Y esta velocidad indeterminada, este paso del tiempo impreciso llevan en sí el germen de la destrucción. No hay nada que perdure, y las cosas de este mundo, aun en su plenitud contienen ya el comienzo de su decaímiento. Por eso miramos siempre hacia el pasado, por eso no podemos vivir sin el recuerdo y por eso la gran mayoría de los mortales miramos siempre hacia atrás cuando estamos disfrutando del instantáneo presente. Miramos atrás y comparamos nuestro presente con el pasado. Lo podemos ver con conmiseración cuando lo atribuímos a otras fuerzas distintas de las nuestras, y con nostalgia cuando creemos que en el presente hemos enderezado un pasado que nos fue hurtado por ellos, por los otros a quienes nos enfrentamos en una lucha tan antigua como la sociedad.
Así, el llamado a la juventud, la invocación de esa fuerza inestable por más que hoy se quiera ampliar hasta edades que en otros tiempos se considerarían provectas, nos es más que una invocación a nuestro propio pasado, un intento por prolongar la rebeldía que tal vez no supimos gestionar, o que ni siquiera nos atrevimos a vivir.

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