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jueves, 29 de diciembre de 2011

Fervor de Buenos Aires

Usurpo el título del primer libro de poemas de Borges de 1923, porque como él mismo señalaba en el poema preliminar de ese libro," es trivial y fortuita la circunstancia de que tú seas el lector de este libro y yo el escritor", y hoy, cerca del final del año, de ese ritual de campanadas y brindis que nos recuerdan el misterio del tiempo, paseo por las calles de Palermo viejo, atisbo la Recoleta, me confundo en el tráfico y me pierdo entre esas veredas arboladas que dan significado a la ciudad y que transmiten, muchos años después ese fervor de Buenos Aires.
Los árboles mitigan el inclemente sol del verano austral, las calles tienen un aire cansino y despreocupado en los inicios del verano, y los porteños que han decidido esperar en la ciudad el cambio de año se desparraman por la ciudad, por sus cafés y confiterías donde el tiempo pasa despacio y se demora inútilmente ante el cambio inminente del año.
Recorro la ciudad con nostalgia, con la pena de lo que sabes ya perdido, con la tristeza de que ese breve lapso de tiempo que pasaste aquí se irá con las aguas del río y se perderá en otros atardeceres de tu memoria. Veo los mismos edificios con su vocación de perennidad, las personas que se afanan en las últimas horas de la tarde pero que sabes que seguirán aquí, probablemente más viejos, o dando el testigo a otras generaciones que ahora no tendrán que emigrar a otros lugares, que se preparan para vivir su vida en su ciudad cambiante y eterna.
Y preparo de nuevo las alforjas, veo ya desaparecer los libros de los estantes, voy perdiendo el significado de algunos nombres, y sobre todo grabo cada movimiento, cada paso con la fuerza de que será el último que dé en esta etapa. El último café, el último paseo por esa calle escondida cuyo valor solo tú has apreciado, la última caminata rumbo al trabajo, y tantas acciones repetitivas que tendrás que olvidar para recuperar otras viejas que dejaste atrás hace unos meses y te llaman con ese canto fatal de las sirenas que te atraen entre Escila y Caribdis, y al que no te puedes resistir.

jueves, 22 de diciembre de 2011

Traspaso

Como soldados en tierra de nadie, comienzan a vagar por los laberintos de la Administración los responsables que deben entregar sus carteras a los nuevos responsables. El sistema político español exige que pase un lapso de no menos de un mes entre la celebración de las elecciones generales y el cambio efectivo de gobierno. Ese periodo asemeja a una calma chicha que precede a los vientos que se transformarán en tormenta, pero durante ese tiempo pareciera que las cosas no cambian, que las costumbres siguen, los teléfonos suenan y la rutina se perpetúa aunque ya bajo una luz crepuscular.

El siguiente paso se da con los nombramientos de los ministros. Ahora sí ya comienzan los movimientos. Los nuevos titulares se abrazan entre sí en una cadena de tomas de posesión en las que se esbozan algunas ideas iniciales y la cordialidad se mezcla con el alivio de quienes parten sabiendo que su ciclo ha terminado.
En ese momento se instala una nebulosa fría durante unos días, en la que los antiguos pobladores de los aledaños del poder se quedan huérfanos. Ya no se trata de la ineluctabilidad del cambio, ni de la preparación de la rendición de cuentas, sino de la soledad de los pasillos entre un ajetreo que trae nuevas caras, nuevos aires. Ahora nadie sabe muy bien dónde colocarse para no estorbar, para no ser barrido hacia la fría calle de invierno. Las miradas se hacen más oblicuas, las sonrisas son forzadas, la jovialidad fingida y las horas se suceden entre la angustia por lo perdido y la esperanza de retener alguna mínima parcela de poder.
Todo cambia ahora sí, y todo se acelera. El poder, esa metáfora de la vida en sociedad, va pasando a otras manos y en apenas unas horas, a lo máximo unos días, habrá tomado otra fisonomía distinta. Los salientes se refugian en los primeros momentos de la tempestad en algunas cámaras seguras, en algunos despachos adonde ya no llegan las atenciones ni los cafés, dudando sobre su futuro, rescatando su buen hacer, su generosidad en el ejercicio de sus responsabilidades anteriores, pero ya nada de eso sirve. Las cosas cambian, los tiempos son otros y aun contando con la generosidad de quien viene, todos saben que nada será igual, que el discurso, la palabra tiene otros significados y que los nuevos aires, fugaces como todo en la vida, vienen para instalarse, para escribir nuevos guiones, para otros actores con prisa por entrar en escena. Solo los más dúctiles, los sinuosos, aquellos que llevaron en su alma la semilla de la traición tratarán de que todo siga igual al menos para ellos, pero con los tiempos cambian las cosas y cambiamos nosotros y nada será igual.

miércoles, 21 de diciembre de 2011

Lugares

La vuelta a los lugares donde se ha vivido entraña generalmente el reconocimiento de los lugares, de las calles, edificios y algunos monumentos que por un espacio de tiempo fueron tus referencias. De igual modo esta vuelta conlleva casi  siempre la ausencia de las personas que poblaron esos paisajes, los amigos que se fueron, los que cambiaron de calle o de ciudad, los que murieron con el irreversible paso del tiempo y los que sin cambiar de lugar cambiaron de vida y dejaron de ser aquellos a los que conociste o como los conociste en un momento determinado, que para ti fue el momento en el que la ciudad o el lugar quedó congelado.

Hay otro tipo de lugares que visitamos con frecuencia y que pos su carácter turístico o histórico nos dan una idea de permanencia, de a temporalidad que ni los estragos del tiempo ni las fallas de la memoria nos pueden hacer cambiar. Aquí las personas son accesorias. Tal vez un vendedor de souvenirs, una gitana que trata de leerte la mano tengan los rasgos similares a aquellos que viste hace algunos años, durante tu última visita, pero nada te puede asegurar que esa gente tenga algo que ver con el lugar, son transeúntes en el sentido más estricto, y su presencia o ausencia no perturba tus recuerdos, aún diría que lo hacen en menor medida que cualquier fenómeno meteorológico que sí que puede hacer variar el carácter de tu visita. "¿Recuerdas la última vez que estuvimos en París cómo llovía?" "La nevada sobre Praga le daba un color mágico que luego no hemos recuperado en sucesivos viajes"... En estos casos, el tiempo pasa y solo imperceptibles cambios modifican el lugar sin que nada perturbe tu ojo viajero.

Sin embargo a veces ocurre que el lugar sea irreconocible, que las calles anodinas de otro tiempo se hayan poblado de otros negocios, que los lugares de encuentro o referencia no fueran  esos monumentos sólidos que se mantienen frente a las inclemencias del tiempo, sino un restaurante, un banco, un gimnasio o aquella heladería que aplacó tu calor en una tarde de verano. En estos casos, cuando todo cambia, cuando los años no han sido benévolos con la ciudad y cuando la decadencia y la dejadez han hecho irreconocibles buena parte de ese espacio que un día ocupaste y fue tuyo; queda el paisaje humano, aquellos habitantes no circunstanciales que han hecho su vida en la ciudad, tal vez ignorantes de su deterioro o sin fuerzas para buscar otros lugares. Esa gente que te reencuentra con la vida como una continuidad; que desmiente aquello de que todo pasa y todo cambia, de que ya no somos lo que fuimos. En estos casos excepcionales, puedes retomar una conversación iniciada hace muchos años, recordar anécdotas que se repiten cada vez que ves a los protagonistas, o que te recuerdan y te permiten reconocerte en ellas tal como eras.

Son las ventajas de los espacios poblados con gentes, de una cierta amistad que perdura más que las frágiles piedras y ladrillos de los edificios, son como aquellas representaciones que no necesitan de un escenario ni de un atrezzo, que perviven con la fuerza de la palabra, de los gestos y de mirada a pesar de los años y de los avatares. Es un pequeño triunfo de la memoria sobre el espacio que se produce rara vez, pero que te deja con la satisfacción de pensar que no todos los tiempos son iguales, que siempre hay momentos que te quedan en la memoria y que te acompañarán mientras ésta no te falle.

domingo, 11 de diciembre de 2011

Comitivas

Ante un cambio de gobierno se generan expectativas, se incuban esperanzas y temores a partes iguales ante la inminencia de un cambio en el poder y en la forma en la que éste se ejercerá. Pero posiblemente para un gobernante los momentos más dulces son los que preceden a la asunción del mando. Esos momentos en que se pasa de ser un ciudadano común a ser la persona que dirigirá un gobierno, que tendrá en sus manos la capacidad de modificar el curso de las cosas, al menos aparentemente y mientras el entorno no se vuelva hostil y sea él el transformado por la realidad.

En esos momentos previos el gobernante tiene la capacidad de ejercer el poder en su más alto grado, el poder de nombrar, de dar nombre a las cosas, a las personas, a los cargos. Es un poder inmenso que atrae como la luz a las luciérnagas a multitud de candidatos, de meritorios y de todos aquellos que deambulan por los arrabales de los gobiernos esperando que su nombre sea pronunciado.

Ya lo dijo San Juan (1: 1-3) " En el principio era el Verbo", el verbo, la palabra, el logos en griego, esa capacidad de nombrar que es atributo de Dios. Y si Dios puso nombre a las cosas y a los animales, quien va a Gobernar nombra a sus ministros (otra palabra religiosa), a sus ayudantes y a aquellos que saldrán del anonimato y podrán gozar de los atributos del poder. Este poder de nombrar se extiende por negación a lo que no se quiere nombrar, a los subterfugios del lenguaje para evitar una palabra incómoda o inconveniente. ¡Cuántos gobernantes se han perdido en el intento vano de esquivar la realidad mediante el recurso de negar su palabra exacta¡, allí nos diferenciamos de Dios, nuestra negación o la sustitución de unas palabras por otras más amables no tienen en la boca de los humanos, ni siquiera de los ungidos por el poder, la capacidad creadora que tiene la palabra divina.

En esos momentos de confusión, entre delegaciones que entran y salen de los despachos; comitivas y caravanas que van de un lugar a otro de la ciudad con el único objetivo de cumplimentar al gobernante; de ciudadanos que quieren ver en persona a quien les va a gobernar y quizás cambiar sus vidas en los próximos años; un halo de superioridad va rodeando a los nuevos dirigentes. Los trajes parece que lucen mejor sobre sus espaldas, los vestidos son más vaporosos, los peinados más ligeros y un leve maquillaje realza una cara donde los ojos se vuelven más penetrantes, como corresponde a quien va a tener la responsabilidad de llevar a una nave a buen puerto entre la niebla y los escollos de la costa.

El poder envuelve con su manto a quienes lo ejercen, sin necesidad de buscar costosas capas de armiño. Basta con un delicado bastón de mando, para que ese simbolismo recuerde la capacidad que tiene su titular de producir cambios sobre las vidas de otras personas. De ahí que la etimología de la palabra poder, nos lleve en francés y en español a la idea de "ser capaz de hacer algo", en inglés nos recuerda la potencia (power) y la potencia implica siempre la posibilidad del cambio, y en alemán, tan hacendosos ellos siempre, poder se dice "Macht" de "machen", hacer. Aquí no se andan por las ramas, el poder es para hacer.
Por ello, entre el tráfago de los cambios, entre las carreras y las especulaciones el gobernante mira atentamente sin desvelar su atención, y comienza a desplegar su capacidad demiurgica desde los momentos previos a los nombramientos, sabiendo que allí está la base de su poder.

sábado, 10 de diciembre de 2011

Imágenes de la caída

Si lo hubiera sabido, si hubiera tenido buen consejo, si hubiera hecho caso a quienes me advertían... Las páginas de los periódicos se llenan en tiempos de zozobra de personas que caminan cabizbajas, dubitativas, sin el aplomo ni la decisión con la que aparecían en estos medios en tiempos mejores, cuando el triunfo era fácil y las dudas no asaltaban las conciencias.
Muchos de los males de hoy se podrían haber evitado con un poco de moral, o con el recuerdo de aquellas lecciones de filosofía en las que el meticuloso y puntual Inmanuel Kant nos recordaba el "imperativo categórico", que se reflejaba en al máxima "obra sólo de forma que puedas desear que la máxima de tu acción se convierta en ley universal". Este sencillo precepto ético hubiera evitado muchos de nuestros males, si cuando las acciones de nuestros ciudadanos se hubieran atenido a esa universalidad de la acción,  a ese carácter ejemplificante que nos exigía Kant como un precepto independiente de las circunstancias, de toda religión e ideología, y capaz de regir el comportamiento humano en todas sus manifestaciones; ahora no habría arrepentimiento ni dudas, no habría necesidad de detener el tiempo y volver atrás, no habría ese riesgo moral de la caída del paraíso tras la pérdida de los bienes materiales.
Pero somos humanos, y tal vez la ética kantiana estaba pensada para santos sin religión, para hombres de otra laña, capaces de sustraerse a las tentaciones del dinero fácil, del poder y de la fama.
Otra explicación de esta introspección a la que se ven sometidos los otrora poderosos o exitosos, quizás radique en que la moral y el éxito se llevan mal. Solo en momentos de dificultades recordamos los principios básicos de la convivencia, de la ética, del comportamiento humano en sociedad sometido a la moral. La austeridad que hoy aceptamos como un valor inevitable, la renuncia a los atajos hacia la felicidad o la riqueza, se imponen en momentos de crisis y se olvidan en la bonanza y en la afluencia.
Por eso seguiremos viendo en los próximos meses ángeles caídos que se preguntan cómo les pudo ocurrir eso, cómo no se dieron cuenta, cómo estuvieron cegados, ponendo en riesgo famila, fama y honra; cómo todo parecía posible en los tiempos no tan lejanos en los que el champán corría y nadie quiso detener a los camareros solícitos en su frenético servicio, por temor a que la fiesta terminara antes de tiempo. 

Hoy, con las luces en penumbra, los representantes de esos días caminan lánguidamente, resignados a la expiación de sus errores y perseguidos por una opinión que ahora sí se quiere moralizante y ética, como si no hubiera cerrado los ojos en esos días luminosos.


sábado, 3 de diciembre de 2011

Esperando a los bárbaros

Las horas pasan con angustia, mientras esperan la llegada ineluctable de los bárbaros a las puertas de la ciudad. En realidad estas horas, estos días son una prórroga inútil después de la derrota de hace un par de semanas. Solo el respeto de las formalidades que los dos bandos han decidido mantener ha dilatado el tiempo de espera y la fatalidad del cambio.
Ya han perdido la insolencia de la mirada, la petulancia de las formas y el altivo desprecio con el que han tratado  a sus adversarios por más de siete años. Apenas unos cuantos recuerdan cómo accedieron ellos mismos al poder de la ciudad tras una catástrofe impensada que desalojó a los anteriores dirigentes y los instaló a ellos en el poder que como siempre, parece eterno. Pero pasaron los años, los tiempos se volvieron peores, la catástrofe no se precipitó como unos años antes, sino que se fue acumulando día a día, mes a mes, hasta que su peso se hizo insoportable y los ciudadanos decidieron una vez más cambiar a sus gobernantes para tratar de salvar a la ciudad y sus tradiciones una y mil veces traicionadas.
Hoy deambulan con la mirada perdida por los corredores del poder. Algunos se asoman a las murallas para tratar de entender los movimientos de tropas desde el lejano campamento. Los vencedores han enviado una comisión para negociar los términos del traspaso de poder que a todos interesa sea limpio, y con sonrisa nerviosa se sientan separados por una mesa con papeles e instrucciones de uso. Pero eso no es más que una formalidad; el poder se toma de golpe. El día en que entren los generales seguidos de la tropa los vestigios del antiguo mando volarán barridos por un viento reparador y quién sabe si con esos restos no volarán documentos importantes con secretos de la ciudad o las cuentas de los últimos caprichos de unos gobernadores que se sentían ya condenados de antemano.
Algunos han preferido huir por las hendiduras de la muralla destrozada; han buscado una salida desesperada y se han aventurado por un corto desierto a sabiendas que algunos aliados, más allá de la ciudad les esperan con los brazos abiertos. Allá tratarán de reorganizarse y si nadie los apercibe rumiarán su derrota y culparán a los vencedores de la ruina de la ciudad que ellos mismos tejieron. Así son los hombres en la derrota, desde la lejana Troya a las infames secuelas de las guerras europeas.
Los que quedan cuentan las horas, piensan cómo bajarán los escalones del poder que han disfrutado con gusto y sin pudor estos años; se lamentan por el bien perdido y se preparan para el invierno. Los hay que piensan que serán indultados, que las pequeñas traiciones de última hora les ahorrarán un sufrimiento mayor o tal vez les permitirán unirse a las filas de los vencedores, como si nunca hubieran gobernado. Así es también en muchos casos el alma humana, temerosa y mezquina.