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viernes, 30 de septiembre de 2011

Rigor

"Impiadoso rigor de la sequía" reza el inusual titular de la portada de hoy de un diario de tirada nacional. Además de las reminiscencias borgianas en esa calificación de la sequía, trae el titular algunas ideas de la importancia del clima en la economía y en nuestra vida.
Tantos años de industrialización, de enajenación de la naturaleza, o de una naturaleza entendida como paisaje, nuestra verdadera condición sigue siendo una condición agraria. El alimento, el pan nuestro de cada día sigue siendo el elemento fundamental de nuestras sociedades.
Cuesta pensar lo que puede ser alimentar a una familia numerosa, no se puede imaginar tener que alimentar a una ciudad, a una nación. Hoy tenemos que alimentar a 7.000 millones de personas, que en virtud de nuestra humanidad, nacen con derechos y con expectativas. Ya no bastan los ghettos ni los telones de olvido. El propio éxito de nuestras sociedades, el incremento de la esperanza de vida, la disminución de la mortalidad infantil, todo contribuye a esa ingente labor de alimentación. El crecimiento de China, los sorprendentes datos de reducción de la pobreza, todo conspira con el clima para que de nuevo la cosecha sea el elemento crucial del año, el que determina la felicidad de la tribu o el que genera la desbandada y la migración.
Al fin y al cabo, con algunas aportaciones tecnológicas, con nuevas semillas y algunos procedimientos ingeniosos, todo sigue dependiendo de las lluvias, del clima, de los planetas o de los dioses. Posiblemente el calificativo de "impiadoso" cuadra más a los dioses que a los planetas.

jueves, 29 de septiembre de 2011

Porcentajes

En medio del tumulto de cifras y de datos que apuntan a una economía cada vez más postrada, hay otros porcentajes que te hacen contener la respiración. La cantidad de una determinada proteína en tu sangre; la velocidad de sedimentación de tus glóbulos, el exceso de segregación de una toxina o la improbable acumulación de líquidos en partes de tu cuerpo cuya existencia nunca sospechaste, te hacen olvidar el frenesí de las jornadas en Europa,el galimatías de esos mercados distantes que condicionan cada vez más nuestro futuro, incluso la tenue esperanza de un cambio de circunstancias que pueda favorecer tus mezquinos intereses.
Todo queda suspendido con esas palabras del doctor que quieren ser reconfortantes, pero que llevan implícito, en el tono de la sentencia, una vaga amenaza que no se disipará hasta que las pruebas sean concluyentes.
Comienza entonces una nueva fase de tu vida. Nada de lo anterior tiene sentido si no se vincula con tu triste realidad. No es posible planificar más allá de la próxima visita al médico o de las nuevas ordalías a las que se  va a someter tu cuerpo mientras buscan al culpable de tu malestar. Todo queda aplazado. Los planes, las citas urgentes, las maniobras que pensabas hacer para presentar mejor tu caso en el tribunal futuro. Todo se suspende, y sólo queda tiempo para la reconciliación con uno mismo, para el trazado de una estrategia de supervivencia en tiempos difíciles. Buscas recuerdos que puedan ayudarte a comprender tu situación, buscas ayuda, solicitas consejo, te aprestas a sufrir cualquier tipo de humillación con tal de salvar tu cuerpo, y con él el alma. Percibes en esos momentos de zozobra la fatuidad del mundo, la poca importancia de las cosas, lo vano de nuestras ambiciones. Sólo deseas que la sentencia sea leve, que no caigas en la irreversible espiral de la destrucción. Así, agachas la cabeza y te propones a resistir desde tu círculo de confianza, para poder salir  en algún momento de la angustia en la que estás sumido.
Afortunadamente todo pasa. No era sino un espejismo de la ciencia, uno de esos errores benévolos que te tienen congelado por unos días, hasta que desde la bruma de la duda puedes salir a la luz de un día corriente. Ahora ya no te valen los placebos. Ahora ya no eres capaz de vivir al margen del día a día. Vuelves poco a poco a tu ser, y en esa vuelta olvidas los propósitos que hiciste. Dejas de lado las firmes promesas de esos días de angustia, y poco a poco todo vuelve a su natural acontecer.
Cuenta Javier Marías,que en su traducción de la obra del doctor Browne,siempre le llamó la atención un párrafo sobre el dolor y la pena. Traduce Marías del muy inglés Browne: "...las aflicciones producen callosidades, las desgracias son resbaladizas, o caen como la nieve sobre nosotros...Ignorar los males venideros y olvidar los males pasados, es una misericordiosa disposición de la naturaleza, por la cual digerimos la mixtura de nuestros escasos y malvados días..."
Así con el doctor Browne hemos de aceptar lo contingente de nuestra determinación, y la plasticidad de nuestra mente, que ya está ocupada por otras cifras, por otros datos y por otros temores.

viernes, 23 de septiembre de 2011

Presente

Tanto avizorar el horizonte, tanto elevar la vista para adivinar el futuro, para que al final nos tengamos que quedar con el presente. Las previsiones no duran más allá que los instantes que dura el presente, a partir de allí se acaban y vuelve una nueva causa de incertidumbre. No dan tregua las noticias, nadie sabe adónde vamos; ya no hay planificadores que puedan explicar el futuro en una pizarra. Ni siquiera podemos adelantar escenarios, que duran lo que dura el aleteo de una mariposa.
Difícilmente se pueden hacer inversiones o previsiones. Difícilmente saldremos de la atonía económica actual si no vemos el futuro, si no tenemos atisbos de lo que puede ocurrir. Así, las agendas cambian de una caprichosa e histérica. Hoy el problema es Grecia, mañana el sur de Europa, o Estados Unidos. Y no crean que el resto del mundo sabe mejor lo que le pasa. El malestar llega a China y a Chile, a Oriente y a Rusia, donde los jóvenes quieren salir. Todo es confusión, no hay orden ni pautas, no hay un policía que regule el tráfico, ni un director que anticipe los movimientos de la orquesta. Hoy todo es desorden y confusión.
Así, el vertiginoso presente, como un mapa que recorremos sobre una mesa del que sólo vemos el lugar que vamos a pisar, mientras se borra nuestro recorrido reciente, y se va abriendo levemente el lugar para el próximo paso. Ese vértigo de tener que seguir avanzando sin plano, sin pasado y sin futuro.
Esto es vivir el presente, sin previsiones ni ayudas. Tan sólo con el vago recuerdo de un pasado que tal vez fue mejor, pero que no sirve para configurar el pasado.
Condenados a vivir el presente, con la amenaza de un satélite descontrolado que puede impactar sobre la tierra, con una partícula que puede ser más rápida que la luz, desmintiendo la teoría especial de la relatividad. Vivir a ciegas y entre brumas hasta que se corte el nudo de la incertidumbre, hasta que alguien diga que efectivamente, en este mundo convulso, el rey está desnudo.

domingo, 18 de septiembre de 2011

Austeridad

Recortes, ajustes, esfuerzo, son palabras que se escuchan cada vez más frecuentemente en el discurso político europeo. Ya no son los años 80 cuando se hablaba de ajuste estructural y de condicionalidad de los mercados para referirnos a América Latina o a Asia. Ahora es en el corazón de Europa donde se hacen sentir estas palabras que cuando se aplican a nosotros mismos provocan un cierto desasosiego.
Sin embargo no deberían los europeos asustarse mucho de estas palabras, pues en algún momento constituyeron nuestros propios valores. Dice Tony Judt que su infancia en la Inglaterra de los años 50 (del siglo pasado) fueron años de austeridad. De comidas frugales, de inviernos fríos, no porque el calentamiento global haya avanzado, sino por falta de combustible y de calefacción. Esa Inglaterra que salía de la guerra llegó a tener cartilla de racionamiento, como la España de Franco. Pero no le fue mejor a la triste y derrotada Alemania o a Francia, que tampoco pudo mostrarse abundante por varios años.
La vida europea no tendió a ser gastosa hasta muy recientemente, los años 80 y 90 tal vez, pero siempre queda el recuerdo en las familias de las penurias pasadas, del esfuerzo realizado por nuestros padres y por nuestros abuelos para tener unas condiciones de vida que hoy no serían aceptables por muchos jóvenes por indignados que estén.
Esfuerzo, trabajo, algo de austeridad, renuncia a ciertos placeres presentes para preparar el futuro. Éste es un programa de vida para muchos españoles para los próximos años. ¿Seremos capaces de explicitarlo, de proponerlo abiertamente, o se irá desdibujando con el lenguaje suave de la política indolora?
Llevamos muchos años de proclamación de derechos, que necesitan ser financiados. Decía Ortega y Gasset en la "rebelión de las masas" que el decaímiento de Europa vendría por la falta de moralidad, que no es otra cosa que la falta de sometimiento a obligaciones, a responsabilidades propias. En el fondo yace esa utopía de un mundo con derechos y sin obligaciones, inexistente en la vida real y y poco prometedor como orientación para el futuro.
Pero no está claro el rumbo, hay quienes abogan por más gasto, desde un punto de vista económico. Sigamos consumiendo, sigamos manteniendo un cierto ritmo de vida para ver si espantamos los males. Hay incluso lugares donde se "tira la manteca al techo" como reza un viejo dicho argentino de la época en la que los ricos viajaban a Europa son su propia vaca en el barco. Hay lugares donde la asuteridad es sólo una obligación impuesta por las circunstancias. Tal vez sea así también en Europa, un tropiezo tras la Guerra en el caso de los recuerdos de Judt, o un respiro en el ansia consumista de nuestros días, impuesto brevemente por los mercados, hasta que podamos volver a vivir en la Arcadia Feliz.

domingo, 11 de septiembre de 2011

Una cierta felicidad

Los pequeños placeres de lo cotidiano asoman a las portadas de los periódicos como algo natural cuando todo va bien. La despreocupación de la noticia, el desahogo de los personajes que se permiten airear su satisfacción en público, son muestras de esas fases de bonanza en las que la economía de un país permite alegrías consumistas, y en las que las preocupaciones van más allá de la angustia por el recorrido de la bolsa, por los índices de desempleo o por esas extrañas fluctuaciones de los indicadores macroeconómicos, que solo se hacen notar en tiempos de crisis.
Así, las entrevistas personales a un empresario, a un actor, a un político, permiten adivinar esa tranquilidad de espíritu, que nos regala las declaraciones más obvias, más correctas y más infantilmente falsas, como las que se pueden leer en cuaquier entrevista previa a una edición de miss universo. No difieren mucho, pero son reflejo de una época, de un momento de calma y de cierta felicidad.
En esta atmósfera despreocupada y optimista no faltan las expresiones sobre asuntos más graves, generalmente ajenos, que ahora se puden ver con el desapego de la distancia y de la falta de culpa. En los alrededores del 11 de septiembre, nadie puede dejar de echar su cuarto a espadas recordando dónde estuvo en aquella fecha, ni con quién, ni cómo. Pero además todos damos explicaciones a posteriori de lo que ocurrió de por qué y de cómo se reaccionó. En este caso, desde la falta de angustia y de temor que dan una adecuada lejanía y una ilimitada confianza en que la demanda mundial de alimentos mantendrá por años el curso de la prosperidad, se leen con apacible autoridad las crónicas del desastre que desde hace 10 años cambió aparentemente el curso de las cosas que siempre creímos natural.
Será difícil explicar el odio, la necesidad de venganza que llevó a David a tumbar con la honda al Goliat representado en las torres gemelas. Más difícil es explicar racionalmente las relaciones causa efecto de este tipo de ataques, que muchos ven como algo automático, como la reacción lógica a una serie de humillaciones insoportables en el tiempo. No faltan exégetas de ests teorías de la causalidad, de la ineluctable caída de un modo de vida que nos llevaría a la tragedia. Tampoco faltan; más bien abundan todos aquellos que critican cualquier reacción violenta a los ataques. Aquí ya no vale la teoría de la causalidad, A los ataques hay que responder cristianamente otorgando la otra mejilla, y al parecer con mucho tacto para no exacerbar más a la bestia. En fin, que 10 años no es nada, que la mirada vuelve nostálgica a los años en los que el viaje en avión era un agradable programa de vacaciones, y a esos años en los que según leo ahora, ese feliz fin de siglo no estaba habitado por la desconfianza, por la bronca, por la violencia. Ese parece ser el relato que más abunda. Los ataques de 2001 y su reacción cambiaron el mundo, de uno confiado y feliz a otro de tenebroso y terminal.
 Todo ello, claro está si miramos desde el centro, desde nuestra perspectiva occidental. Pero qué pensarán en Oriente, en esa confiada Asia que va recobrando el pulso mundial con una economía vigorosa y expansiva, o ¿qué pensar en esa otra América, en "nuestra América" que ve con ojos risueños cómo esta vez la crisis le pasa por el lado y sonríe como anticipando una dulce venganza frente a los años de fracasos y frustraciones?

lunes, 5 de septiembre de 2011

Comienza septiembre

El mundo, nuestro mundo se ve sumido en los negros presagios de la depresión económica. No hay noticia que alivie esta sensación, que se recrudece con el tímido sol de septiembre y con la vuelta a las actividades rutinarias. Tantos años remando para llegar al buen puerto europeo. Tanta profesión de fe en esta nueva ciudadanía, en esta nueva forma de estar en el mundo, para que al final, cuando nuestras rentas se aproximaban, cuando ya habíamos recorrido el continente de cabo a rabo sin necesidad de enseñar pasaporte ni de cambiar moneda, nos demos cuenta de que aquella unidad era ilusoria, que cada cual debe salvar sus muebles, y que nada resulta gratis en este mundo despiadado.

Habrá que revisar muchos dogmas. No valen ya las aseveraciones euroingenuas de unos años atrás. Habrá que buscar nuevos caminos de construcción de este delicado mecano que parecía siempre ganador, no importa cómo se coloquen las piezas. Nuevas viejas palabras vendrán a sustituir el orgulloso optimismo de años atrás, y el esfuerzo, la austeridad, la probidad, el sacrificio de placeres inmediatos por asegurar un futuro volverán a tener sentido. Pero ya se sabe que no hay mal que cien años dure, y que todo cambia. Todo es sometido a revisión y nada nos dice que el futuro sea el agujero negro que divisamos al asomarnos al túnel del presente. Vendrán otros tiempos y seremos distintos para afrontarlos.

Entre tanto, muy lejos de nuestra centralidad, de ese desarrollo y progreso que han sido por más de medio siglo la imagen del éxito, a las puertas del imperio, como en tiempos de los romanos, acechan los bárbaros, esos que en el griego original "balbucean", es decir que no dominan la lengua romana. Y desde esa frontera cada vez más permeable lanzan algunos dardos dialécticos, o se dejan querer por si en algún momento necesitamos un nuevo emperador con sangre limpia que sustituya a nuestros viejos políticos.

En esa Arcadia feliz se producen cada día milagros. Millones de personas salen de la pobreza, otros muchos ascienden a una clase media que quiere equipararse a la nuestra, que quiere alimentos mejores, autos, viviendas, calefacción. Que quieren vivir bien. Y esa pretensión aumenta la demanda de bienes básicos, incrementa los precios de las materias primas. Sube el precio del grano en una ascensión imparable, y paradójicamente  otros ciudadanos caen en la hambruna al no poder ya pagar esos alimentos. Pero eso no impide la marcha hacia la felicidad y el consumo de los más. Vemos nuevos horizontes, cambios que se aceleran y una despreocupada alegría por el incierto futuro que esta vez sí alcanzó a estas tierras que parecían condenadas a permanecer en los límites de la felicidad.

Contrastes evidentes. Pesimismo y optimismo. Temor al cambio y aceleración de los cambios. Revisión de los pecados frente a la confiada audacia de quien no teme a la culpa. En definitiva un mundo que se autoanaliza, que desconfía frente a otro que se siente seguro, que cree llegada su hora, en la ignorancia de que nada es eterno, que la suerte es esquiva y que una vez te ha tocado te abandona. Éste es el panorama de una mañana de septiembre a tantos kilómetros de distancia.

sábado, 3 de septiembre de 2011

Penélope Fitzgerald

Hay vidas literarias extrañas que solo pueden suceder en Gran Bretaña. Esa mezcla de alta educación, imponentes edificios, frías salas y deficiente alimentación generaron una serie de escritores y de críticos que cristalizó alrededor de la segunda guerra mundial, y que vieron el mundo desde la ventana de la sospecha de un país declinante. Posiblemente la Gran Bretaña de hoy no sea así. La inmigración, la modernidad, la rabia que se mostró este verano durante los disturbios sociales, apuntan a otro mundo menos literario, más cercano y por ello menos bello. Pero el aroma de esa vieja literatura de mansiones y prados, de personajes fríos y reservados, pero a la vez cotidianos en sus costumbres, y previsibles en sus actos, todavía deja destellos y trae recuerdos de esa isla inclasificable.
Penelope Fitzgerald, hija de un editor y sobrina por doble vía de dos obispos de la iglesia anglicana, es uno de esos personajes que a fuerza de leer y de escuchar, dio el siglo XX. Una mujer que no comenzó a escribir hasta los 60 años, cuando murió su marido, y que en una serie de pequeñas novelas, recorrió sus vivencias personales en esa Inglaterra cotidiana y exótica, que va desde la segunda Guerra Mundial a los años 70, para pasar luego a los pequeños relatos basados en Italia o en la Rusia prerrevolucionaria, que dan cuenta de otros mundos, de otras vidas con una cercanía inusual en un extranjero. Una novela que comienza con una mujer inglesa abandonando a su marido, impresor en el Moscú de 1913, y a sus tres hijos, sin explicación y sin sentido aparente, comienza de forma admirable.

En tiempos de cambio, de nuevos accesos a la lectura y a la información, pequeñas obras como estas constituyen el sustento de esa red que nos envuelve y nos coloniza día a día. El contraste entre esa escritura basada en lecturas premiosas, en conversaciones susurradas en el rincón de una librería, y la rapidez de la información, la accesibilidad a la biblioteca universal a golpe de tecla, da idea de la distancia vertiginosa entre el ayer y el hoy.  Cuando todo parece cambiado, cuando las certezas de desvanecen, cuando seguimos pensando con categorías tradicionales, del pasado, no está mal echar un vistazo a ese pasado con calma, sin la avidez de encontrar parte del futuro, sino por el placer de emplear el tiempo morosamente, sin urgencias ni condiciones.

Esta melancólica estética no tiene tampoco mucho que envidiar a pretendidos análisis modernos. Nos vemos sobrepasados hoy por la información vacua, por noticias deslumbrantes que se desvanecen antes de que hayan penetrado en nuestra conciencia. Por modernos augures de nuestro tiempo que no hacen sino repetir viejas consignas con nuevas palabras. Tal vez la modernidad está más en el medio que en el mensaje. Es el medio el que ha avanzado, el que nos pone en conexión con el mundo, pero la mayoría de las veces para decir las mismas obviedades de siempre, y con menos profundidad.
Por eso, descubrir pequeñas obras como las de la señora Fitzgerald, da un reposo al cerebro en su búsqueda constante de la novedad.