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miércoles, 7 de agosto de 2019

1.400 millones de portadores de la bandera

Todo lo que parecía calmo, planeado, diseñado con la seguridad de quien tiene por delante todo el tiempo que al resto nos falta, todo puede cambiar en días en estos tiempos turbulentos.
La irremisible carrera hacia El Progreso; la ciega fe en el cambio y en el crecimiento se pueden ver comprometidos en unos días de furia y de desorden.
Una guerra nueva, por otros medios, a través de esa tecnología que nos ha hecho avanzar, se desata por la imprudente mano de un dirigente desencadenado, por una milicia de jóvenes insatisfechos, por todos los que se sienten excluidos de esta carrera jovial y desenfrenada.
Hoy, el sueño de una lenta absorción del territorio por la fuerza de los hechos y de la prosperidad compartida, se va diluyendo en esa batalla de identidades que anega cualquier comunidad establecida. El orgullo de ser, de pertenecer a algo, de sentirse parte de algo propio, idéntitario, que nos aleje de la muchedumbre o de aquellos a quienes percibimos como los otros.
Hay hoy más de 2.000 millones de aprobaciones a una consigna de las que espontáneamente o no, surcan la red, en la que dice que 1.400 millones se sienten orgullosos de su bandera. Lucha de banderas, de banderías, que se extiende por doquier, con su carga emocional, con su trinchera de ideas o mejor, de sentimientos que creemos únicos, arraigados en una identidad siempre excluyente y siempre ficticia. Ayer, los principales referentes culturales y mediáticos de China y de Hong Kong dieron el sí a esta proclama. Una marea humana, una muchedumbre que se identifica y se reconoce en tiempos revueltos. Una fuerza tranquila, pero siempre en movimiento.
Qué nos traerá esta revuelta?, esta disconformidad con lo conocido, con lo programado en la distancia de una capital del norte. Entre tanto, en el sur sudoroso se prueban las fuerzas, comienzan las maniobras, se preparan las falanges como en otros tiempos, en otras latitudes, esas falanges de macedonios, que nos recuerdan hoy el manido dilema de “Tucídides”, según el cual nuestros estudiosos, predicen basados en la historia, que cualquier ascenso de una potencia a la hegemonía, conlleva irremisiblemente un choque con la potencia que le antecede, lo que inevitablemente desemboca en una guerra. Será la historia siempre circular?, estamos obligados a repetir errores una y otra vez augurados? O se trata tan solo de otra de esas elegantes teorías sobre el futuro. En realidad, poco importa, pues es bien sabido que no podemos perder ni el pasado ni el futuro, porque no nos pertenecen, y en el inabarcable presente de hoy, veremos los fuegos artificiales cruzar océanos de incomprensión, como siempre ha ocurrido desde que inventamos el lenguaje.















viernes, 2 de agosto de 2019

Obituarios habaneros 2

El pasado 26 de julio falleció en La Habana el cardenal Jaime Ortega Alaminos, arzobispo de La Habana durante más de treinta años, y personaje imprescindible en la segunda mitad de los sesenta años que dura el régimen castrista en el gobierno de Cuba.
Monseñor Ortega sufrió en su juventud la virulencia de los primeros años de la revolución hacia la iglesia, y como joven sacerdote fue internado en uno de esos campos de reeducación junto con capitalistas irredentos, homosexuales desprevenidos y religiosos contumaces, que no abandonaron la isla y se fueron integrando poco a poco en la normalidad cubana o en los casos en los que esto no ocurría se fueron forzados al exilio.
Una vida larga y fecunda, da para mucho, y da también para sortear los golpes de la vida con vaivenes a veces incomprensibles incluso para uno mismo. Esto se puede decir con certeza de monseñor Ortega. Será recordado por las tres visitas papales que recibió Cuba durante su episcopado, Comenzando por Juan Pablo II en 1998, visita que concitó esperanzas y temores, seguida por la de Benedicto XVI en 2012 y la De Francisco en 2015. Posiblemente la visita de Juan Pablo II fue la que dio el paso en la vida pública de monseñor Ortega, de un sacerdocio comprometido con los cambios en Cuba y con una crítica directa al sufrimiento causado por un sistema político ineficiente, a una etapa más posibilita, en la que se empeñó en ganar espacios para la iglesia y el culto, aun a costa de enfrentarse con los disidentes más abiertos de las propias filas De la Iglesia cubana.

Lo conocí en 2001, cuando ya sus diferencias eran patentes con los obispos de Pinar Del Río, monseñor Siro, y De Santiago de Cuba, monseñor Meurice, más combativos en el apoyo a los cristianos críticos con el régimen. Durante la primavera de 2003, cuando se desata la represión en Cuba, al calor de la guerra de Irak, su postura fue más tibia que la de algunos de sus colegas, y muchos de los detenidos y acosados en aquellas fechas, resintieron la distancia que el arzobispo de La Habana tomaba en unos momentos en los que se esperaba una mayor protección de parte de la jerarquía eclesial. Más adelante se justificaría con su mediación para la liberación de carias decenas de estos presos en 2010, que fueron enviados a España sin muchas contemplaciones en un acuerdo con el gobierno español.
Pero en Miami y en la débil oposición cubana siempre quedó la duda de su compromiso con el cambio o más bien su gradualismo complaciente para evitar conflictos. Esta actitud, dialogante, o claudicante, según se quiera ver, le valió una reputación como interlocutor imprescindible para cualquier visitante extranjero a Cuba, y como sustituto de las reuniones con “disidentes” que solían tener estos visitantes en sus viajes a Cuba. Desde esta posición ejerció su mediación para el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre Estados Unidos y Cuba. Su diálogo previo con Raúl Castro y la buena disposición al cambio del Presidente Obama, facilitaron este diálogo al que todos se apuntaron en su momento. Debo decir que también yo participé en el mismo junto con la Administración norteamericana, pero me aquí me quedo.
A pesar del éxito de la negociación y de la generosidad de Estados Unidos a la hora de restablecer estas relaciones que pudieron haber desembocado en una nueva etapa para Cuba, el Gobierno del menor de los Castro no desaprovechó la ocasión de desaprovechar esta oportunidad, y tras marear la perdiz durante unos años, vio su labor comprometida con una nueva Administración norteamericana.
De aquí salió catapultado el cardenal como un interlocutor imprescindible en la vida cubana, con esa sonrisa entre bonachona y sardónica, que no podía esconder una cierta soberbia al referirse a los disidentes, o al tratar el asunto de la muerte de un cristiano cabal como Osvaldo Payá, o al hablar de las damas de blanco con unas palabras en mi despacho que no son dignas de su categoría en otros aspectos de su actividad, pero como diría el papa Francisco, ¿quién soy yo para juzgar a esta gente?
Así, entre luces y sombras, como casi todos pasará a la posteridad, desde su convalecencia en el seminario de San Carlos, con una vista sobre el morro de La Habana, y con algunas tristezas que el elogio ajeno nunca puede mitigar.