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miércoles, 31 de julio de 2019

Obituarios habaneros 1

 Con pocas fechas de diferencia se ha producido en Cuba la muerte de dos personas que han marcado la vida cubana de las últimas décadas.
Roberto Fernández Retamar, un caballero español en el trópico, que ejerció el oficio de poeta oficial de la revolución con la docilidad de un sirviente y el escepticismo de quien ha perdido la fe.
Y Monseñor Ortega, arzobispo de La Habana por más de dos décadas, cardenal cercano a tres papas, y artífice del encuentro De la Iglesia cubana con el régimen castrista, siempre con una sonrisa en los labios.
A los dos los conocí, y a los dos traté en años ya lejanos con cercanía y una vaga amistad, derivada de su carácter cubano, simpático, inteligente. Personajes complejos y contradictorios en un mundo que exige conformidad absoluta y sumisión intelectual hacia esa corrección que solo los comunistas y sus alumnos socialdemócratas son capaces de dictar como regla universal.
Más allá de sus trayectorias dispares, de su presencia numerosa por todos los cenáculos y embajadas de La Habana durante tantos años, ambos quedan unidos en la irremisible muerte que a todos iguala.
O tal vez no, pues de la lectura de sus obituarios, (esa afición que siempre creí reservada a nuestros padres y que hoy, constituye una de mis lecturas cotidianas para hacer el recuento de lo que queda y de lo que se va), hay un tratamiento diferente de sus trayectorias. Clamorosamente hagiográfico en el caso del cardenal, y objeto de división de opiniones para el poeta.
Desarrollé una cierta amistad con Roberto, amigo de la conversación larga, memorioso de tantas novelas escritas y por escribir, pudorosamente orgulloso de su dirección de la Casa de las Américas donde ejerció por años una influencia sobre el canon literario latinoamericano, que por fuerza había de ser marxista o al menos izquierdista. Su labor literaria se funde desde 1959 con la militancia política y a los pocos meses, con el gris funcionamiento de la maquinaria del Estado castrista. Asiste con imperial condescendencia a los sucesivos desmanes del castrismo en la vida cultural cubana y latinoamericana. Desde la UNEAC asistió impávido al caso Padilla, el primer parteaguas de la intelectualidad izquierdista respecto a la isla de Cuba. Unos, (entre otros Vargas Llosa) criticaron esta medida represiva sobre el poeta Heberto Padilla, otros, tantos, cerraron filas con el castrismo, entre los cuales, Roberto y García Márquez. También protagonizó Retamar la carta abierta a Neruda en 1966 en la que un grupo de intelectuales cubanos le acusan de confraternizar con el enemigo por participar en una reunión del PEN club en Nueva York, donde asistían exiliados cubanos.
Con estas credenciales, Roberto fue desarrollando una carrera entre la literatura y la política, sin desfallecer en su apoyo militante, al menos públicamente, hasta su muerte.
Sus obituarios han sido generalmente condescendientes, con tímidos elogios a su valor poético, pero hay uno publicado en el diario español, el país, el 28 de julio de 2019, que comienza así:
“Es complicado homenajear a quien fue de modo persistente un mal poeta...” y así sigue el artículo escrito por un joven escritor cubano, Carlos Manuel Álvarez, residente en México. Difícil encontrar este tipo de necrológicas en nuestros días, que contrasta con el tono más amistoso de otros escritos en el mismo periódico por los plumillas habituales de asuntos cubanos, más dados a la nostalgia y a la admiración que a la crítica. Descanse en paz Roberto Fernández Retamar, que fue un hombre complejo, como lo somos todos, que vivió el tiempo que le tocó vivir y que eligió posiciones y encargos que seguramente no encajaban ni con su carácter ni con su voluntad de permanecer siempre como un caballero entre tanto caos.