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sábado, 1 de febrero de 2020

Estampida


Cantón, 1 de febrero de 2020.

Primero fueron los americanos. Discretamente fueron retirando a los familiares de sus empleados, que comenzaron a volver a sus casas. Después invitaron a salir al personal no imprescindible de sus consulados y finalmente decretaron una prohibición de entrada en su territorio a cualquier aeronave procedente de China. Pero no fueron los únicos. Los israelíes lo hicieron a la par, y otros países retiraron a sus funcionarios y fueron tomando medidas más drásticas como las de Rusia, con su inmensa frontera terrestre, como Japón, territorio isleño y al fin y al cabo siempre temeroso de lo que pueda venirles del continente. Hoy, las ciudades chinas son más chinas si cabe. Los extranjeros han ido saliendo escalonadamente, o en algunos casos no han regresado de sus vacaciones de año nuevo.

¿Y los chinos? Ahora que se habían acostumbrado a viajar se encuentran en muchos casos abandonados en destinos diversos, bajo la sospecha de ser portadores de algún virus contagioso que pueda aumentar la influencia china sobre el resto del mundo.
Los chinos han salido de casa por las fiestas; en las ciudades casi no ha quedado nadie estos días. Las avenidas vacías, las luces de los edificios apagadas; pocos hogares han quedado habitados, mientras ese éxodo que hace las delicias de los estadísticos y de los amantes de las grandes cifras, se desperdigaba por todo el terriotorio de este anchuroso país volviendo a sus orígenes.
A los chinos les pasa como a los españoles en los años de mi ya lejana infancia, que todos tienen un pueblos adonde acudir para pasar las fiestas. Son de una generación que todavía conserva a los padres, o abuelos o a los tíos en los pueblos, mientras los más jóvenes han ido a las ciudades a estudiar y posteriormente a trabajar. Y por Año Nuevo, otra vez como en nuestra Navidad, los chinos vuelven a casa. Como ese viejo anuncio del turrón el almendro, “vuelve, a casa vuelve, por Navidad”.

Las ciudades se han construido deprisa, y aunque este sea un país milenario, de una cultura milenaria, no queda práticamente nada antiguo. Hay viejos edificios de la época comunista que languidecen junto a las nuevas avenidas, y que son doblados inmisericordemente por los nuevos bloques de edificios de más de treinta pisos, que se construyen como fichas de dominó en posición vertical. Por cada bloque de la era comunista, chato, avejentados, gris y con inverosímiles rejas en los balcones; encontramos hoy esos bloques que se alzan monótonos en todas las grandes ciudades chinas, con una geometría previsible y ordenada, para dar cabida a más y más personas que vienen de las pequeñas ciudades y del campo.

Por ello, el primer éxodo, antes que el de los americanos ha sido el de los propios chinos, que han salido de sus casas para juntarse de nuevo, para mezclarse, para comer y beber en familia y en amistad, algo que las grandes ciudades no pueden depararles hoy. Y así, suspendidos en esta diáspora interior están millones de personas que no se atreven a volver, que no salen de casa, que no toman el metro o el tren de regreso por temor al contagio o a ser identificados como portadores del maligno virus, hasta que el día 9 de febrero se dé la orden perentoria de volver al trabajo.

La historia de la literatura está llena de historias de las pandemias que han asolado el mundo. Ese apartamiento involuntario, ese temor a no poder volver a la vida normal, esa cercanía con la enfermedad o con la muerte, han dado lugar al Decamerón, donde Boccaccio nos narra cien historias de siete mujeres y tres hombres que huyen de la peste de Florencia en 1348. O en el diario de la peste de Daniel Defoe, que en una obra de ficción nos narra con crudeza y detalle los estragos de la peste en Londres en 1665, o ya en el siglo XIX, Manzoni en I promessi sposi, o “los novios” dicho en un español más vulgar, nos da cuenta delos sufrimientos de Milán durante la peste. Y quizá el más filosófico de todos, el más lacerante por sernos más cercano, el título de Albert Camus “la peste” en el Orán de la Argelia colonial, con todos sus conflictos internos, con la sordidez y la tersura de la obra de Camus, nos recuerda el drama del hombre solo en el mundo, y en este caso, con cierta condescendencia, una suerte de redención por medio de la solidaridad.

No sé si los fríos comunicados de la Organización Mundial de la Salud, o la burocrática y vacía prosa de los consejos de viajes de los ministerios de asuntos exteriores serán capaces de dar cuenta para la posteridad de los sentimientos de los afectados por esta epidemia. Los tiempos cambian, y no siempre para mejor.

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