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miércoles, 11 de marzo de 2020

Tiempo suspendido.


Cantón, 12 de marzo de 2013.

Me decía hace muchos años un amigo argentino, cónsul honorario de un país europeo, que la diferencia entre un diplomático extranjero en un país y un natural de ese país, es como la de quien va a un espectáculo de circo con leones. El diplomático extranjero sería el espectador, en tanto que el nacional ocuparía el puesto del domador. 
En efecto, nos es bastante fácil analizar lo que ocurre en un país, ver las variantes de un problema, las soluciones aplicables y aplicadas, y al final esbozar una sonrisa condescendiente ante los errores cometidos por los otros, que al fin y al cabo nos afectan poco. Pero cuando se trata de lo nuestro, de una de las tantas catástrofes que se pueden dar hoy en cualquier país, la mirada es mucho más subjetiva, ya no hay lugar para la sonrisa o para la ironía. Nos duele lo que ocurre. Nos duelen las circunstancias y el tiempo perdido. Nos duele la imprevisión y la ignorancia, o la estúpida astucia de algunos. El tiempo cambia de lado y de perfil nos permite ver los errores innecesarios y la dolorosa veleidad de los humores que nos hacen pasar del no pasa nada a la más agitada impaciencia.

El tiempo parece suspendido. Aquí, las formas van tomando su natural ritmo, y la vuelta a los trabajos y a las actividades diarias se produce sin dejar de lado las rutinas de prevención que hemos ido aprendiendo durante las semanas de la crisis. Una de ellas es la de tratar de mantener el aislamiento a la hora de comer. En la cantina de las fábricas se han instalado pequeños confesionarios donde cada uno puede comer a resguardo del otro. Y así mil pequeños detalles que ayudan a perder poco a poco de vista los días de silencio y de vacío que hemos pasado.

Nosotros, tras la perplejidad de lo inesperado y esperable, vamos aceptando poco a poco las nuevas condiciones de aislamiento. Como quien entra a una cárcel incrédulo de que le pueda tocar a él ese trance y al principio se rebela contra cualquier limitación de su libertad, hasta que se da cuenta de que se trata de eso, de limitar drásticamente su libertad.
Hoy vemos cómo cierran asilos, mañana guarderías y centros educativos, después museos, cines, estadios, gimnasios, y por fin restaurantes y bares. Son pequeñas pérdidas cuya ausencia sentiremos incesantemente, pero que vamos aceptando con resignación callada, a medida que vemos que lo inevitable nos está sucediendo ya.

Y nos preguntamos vanamente, ¿Por qué a mi?¿ Por qué ahora? Por qué debo aceptarlo? y sobre todo, ¿Qué he hecho yo para merecer esto? Piensa. Reflexiona y lo averiguarás.

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