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viernes, 27 de marzo de 2020

El mundo de ayer


Cantón, 28 de marzo de 2020.

El mundo de ayer es un libro de Stefan Zweig que he perdido en dos ocasiones en aviones, pero que finalmente pude terminar con placer. Zweig, un judío austriaco, rememora en su libro ese tiempo perdido desde finales del siglo XIX hasta el comienzo de la I guerra Mundial, en el que la paz  y la seguridad parecían la norma en una Europa risueña. El auge de la cultura alemana y centroeuropea; todos los refinamientos del espíritu y del cuerpo que se prodigaban en esa maravillosa Viena de principios del siglo parecían los dones de un fin de la historia en el que el paraíso volvía a la tierra.
Y después, tragedias, guerras, éxodo. Todo agravado por la condición de judío, que pasa de ser un hombre cosmopolita a un prófugo errante en una Europa que le va cerrando fronteras y termina en una sórdida habitación de hotel en Río de Janeiro.

El tiempo de ayer, con sus rayos de sol reverberando en las ventanas de su última morada, con los ecos de la música vienesa refinada y alegre, con el recuerdo de esos rostros conocidos que se encontraban en los cafés y en los restaurantes donde una conversación culta era posible, es el tiempo de nuestros recuerdos, es el lugar de nuestro pasado que tratamos de recuperar para no decir que fue simplemente un sueño.

Ahora, en el encierro de cada casa, pasados los primeros días de alegre novedad, de búsqueda de nuevas rutinas, el mundo de ayer nos vuelve a la memoria como si fuera algo irreal, que nunca tuvo lugar. Un paseo por el Retiro, una tarde de lluvia en el museo del Prado (Falso pensamiento, pues en Madrid nunca llueve), la última cerveza en una terraza, o incluso el ruido de los coches al pasar por el bulevar nos parecen algo lejano y querido.

Cuando pensamos en el mundo de ayer no podemos evitar comparaciones y esa triste letanía de Jorge Manrique, según la cual, cualquiera tiempo pasado fue mejor. (También está la versión de les Luthiers, según la cual, cualquiera tiempo pasado fue anterior, lo que es más exacto en todo caso.) 

Esa sensación de pérdida, de haber desperdiciado los pedazos de libertad que dábamos por seguros nos lleva a un ejercicio de nostalgia y a un deseo de vuelta a la normalidad, que en este caso sí que es imprevisible. Estamos no ya en el tiempo de ayer ni en el mundo de mañana, sino en un presente continuo, en el que los planes se han detenido forzosamente para más de un tercio de la humanidad.

Es un buen tiempo para hacer memoria, para disfrutar de todo lo que hemos hecho, para sentirnos satisfechos de haber vivido bien y conforme a una regla moral más o menos compartida una buena parte de nuestra vida. No hacer mucho daño a los otros; procurar alguna alegría o satisfacción a quienes tenemos cerca, aceptarnos como somos y a ser posible acercar nuestros principios morales a ese imperativo categórico de Kant. Esto  puede ser un buen programa para nuestro encierro forzado o voluntario. Y después prepararnos para el mundo de mañana, para ese mundo que deberíamos afrontar con mayor humildad, con mayor armonía, pero que conociendo el alma humana insatisfecha y tozuda, me imagino que encararemos con los mismos prejuicios, con rencores de antaño y con esa miopía que a pesar de todo nos ha traído hasta aquí.

1 comentario:

  1. Apuesto por el cambio...pero como bien dices, volveremos a lo mismo.

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