Cantón, 30 de marzo de 2020.
Azar es posiblemente una de las palabras más bonitas y particulares de la lengua española. Viene del árabe, de flor, como azahar, y tiene un amplio contenido semántico difícilmente traducible a otras lenguas romances o a las anglosajonas provenientes de las viejas sagas islandesas que encandilaron a Borges.
Y fue Borges quien dio un sentido más panteístico al azar. En un poema de 1959 en memoria de Alfonso Reyes, comenzaba diciendo:
“El vago azar o las precisas leyes
Que rigen este sueño, el universo...”
Y muchos años después en una de sus conferencias en el teatro Avenida de Buenos Aires en 1977 sobre la Divina Comedia señaló:
“Y el azar, salvo que no hay azar, salvo que lo que llamamos azar es nuestra ignorancia de la compleja maquinaria de la causalidad”
Esta causalidad desconocida es la que nos está llevando por callejones desconocidos en el tratamiento de la pandemia. No hay camino conocido, no hay precedente señalado en este azaroso recorrido del virus por el mundo y actuamos casi a ciegas, tratando de adelantarnos a ese complejo mecanismo de la causalidad que nos resulta esquivo y ante el que algunas veces acertamos, como esos relojes parados que forzosamente dos veces al día aciertan con la hora exacta.
Y en tanto vamos encontrando esas precisas leyes del universo tratemos de paliar las consecuencias de este azote con inteligencia y esa buena voluntad que sale cuando somos conscientes que somos todos náufragos en la misma barca. (Creo que esto corresponde al sermón del papa Francisco ante la desolada y lluviosa plaza de San Pedro).
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