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jueves, 26 de marzo de 2020

Epidemias, procesiones y...


Cantón, 27 de marzo de 2020.

Cuenta Gregorio de Tours en su historia de los Francos que allá por el año 489 la peste invadió el renqueante  imperio romano, en lo que se denominó la plaga de Justiniano, entonces emperador bizantino,
Con  la rapidez que permitían todavía en esos momentos las calzadas romanas y el traficado mar Mediterráneo, tardó poco en llegar a Roma, donde uno de los primeros muertos por la epidemia fue el papa Pelagio II, a quien sustituyó San Gregorio Magno, santo y doctor De la Iglesia.

Razonó San Gregorio, cuenta Gregorio de Tours que si la peste era un castigo de Dios, urgía rogar clemencia y a tal fin convocó una solemne procesión por una Roma desierta y en silencio para rogar por la pronta curación de su feligresía y por el fin de la plaga, pero las consecuencias no se hicieron esperar, y no en la dirección querida por el santo papa:
“A las tres de la tarde ingresaron a la iglesia todos los coros cantando salmos, entonando el Kyrie eleison por las calles de la ciudad. El diácono (Agiulf) que se encontraba presente alertó de. que mientras la gente rogaba sus súplicas al Señor, ocho individuos cayeron al suelo muertos.” 
La procesión papal terminó como debía terminar, con una propagación de la enfermedad entre todos aquellos que buscaban aplacar al señor con sus cánticos, y que terminaron sus días sin tiempo a confesar.

La versión de la Iglesia y la relación de los hechos del papado de San Gregorio es más amable, pues a pesar dela evidencia de los muertos, considera que la procesión cumplió su objetivo de ablandar al Señor, y cuenta que al cruzar un puente sobre el Tíber, el arcángel Miguel apareció sobre el domo del mausoleo de Adriano con un espada en su mano. Blandió la espada y así puso fin a la plaga. Y de paso dio nombre cristiano al fabuloso mausoleo de Adriano, bautizándolo como “Castel Sant Angelo”, tal y como lo conocemos  hoy en día.

También Manzoni en sus “ I promessi sposi” refiere otro caso similar:

“ Y he aquí que al día siguiente, cuando aún reinaba la presuntuosa confianza y en muchos la fanática seguridad de que la procesión debía haber cortado la peste, creció el número de muertos en cada barrio de la ciudad, tan excesiva y súbitamente, que pocos hubo que no encontrasen la causa de tan funesto aumento en la misma procesión...” 
Buscando el perdón de Dios se propagaba su castigo.

En nuestro tiempo, en los lugares donde a Dios se le ha dado por muerto, las procesiones compiten con otro tipo de demostraciones callejeras, que con el mismo fanatismo, con la misma fe y con igual desacierto congregan a multitudes en nuestras calles para clamar por la justicia, por  la paz o por cualquier causa que se estime conveniente. Pero procesiones y corteos, como en italiano se denomina a las manifestaciones, tienen en común que congregan a mucha gente en poco espacio. Que las personas enfervorizadas por su fe o por su ideología se abrazan, se besan, se tocan, con la alegría de quien comparte lo más preciado en la vida; las ideas, o la idea, y finalmente regresan a casa con el corazón henchido, la plegaria recitada y los ojos llorosos por haber formado durante unas horas parte de algo trascendente.

Y luego, en Roma, como en Milán, como en Madrid, en tiempos de la peste, el virus se ceba en los procesionantes y a no ser que aparezca en el horizonte un arcángel salvador y voluntarioso, la plaga aumentará sus estragos entre quienes habían salido a conjurarla.

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