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jueves, 9 de abril de 2020

Síndrome de Estocolmo.


10 de abril de 2020.

En estos tiempos del coronavirus debo reconocer que he tenido en varias ocasiones un inicio de síndrome de Estocolmo que de convertirse en un patrón de conducta generalizado entre los miles de millones que se encuentran confinados hoy en el mundo podría producir un cataclismo mayor que el del propio virus.

El síndrome consiste fundamentalmente en una reacción psicológica por la que una persona secuestrada comienza a comprender las razones de su secuestrador y a desarrollar un vínculo afectivo con quien le mantiene retenido, que puede llegar a que el secuestrado termine unido a los secuestradores. Esto le pasó a la joven Patricia Hearst, descendiente de una de las familias más acaudaladas de California, secuestrada en febrero de 1974 por el “ejército simbiótico de liberación”, ahí queda el nombrecito! , y que un par de meses después de su liberación decidió unirse al grupo y participar en un asalto a una sucursal bancaria. Este es también el caso de una de las protagonistas de la serie de televisión “La casa de papel”, pero esto ya es ficción, en tanto que lo de Patti Hearst fue real. Para satisfacción de los curiosos, el nombre de Estocolmo, viene de un año antes de las hazañas de la señorita Hearst, en agosto de 1973, un atracador de un banco en Estocolmo tomó cuatro rehenes quienes terminaron defendiéndolo de las amenazas de la policía, llegando a manifestar una de las secuestradas que se sentía segura con el tipo y que viajaría con él por el mundo mejor que con la policía de Suecia.

Pues bien, este trastorno de simpatía hacia el secuestrador lo he ido sintiendo a medida que se iban suavizando las condiciones de confinamiento en la ciudad de las flores. Tal vez porque el confinamiento trajo consigo una mejora del tiempo y de la calidad del aire, y porque en mi caso la reclusión no fue tan severa como en otros lugares, debo decir que a finales de febrero cuando las calles de Cantón volvieron a tener paseantes y cuando los coches volvieron a circular por las anchas avenidas, sentí una desazón por algo que terminaba. En esos días el mundo todavía seguía ajeno e ignorante de la tragedia que había incubado en el seno de muchos países, y los estragos dela epidemia solo se contaban en China y alrededores. Entonces, un día me di cuenta de que ya estábamos dejando de ser una anomalía, de que la vida que volvía a la ciudad me iba a privar del privilegio de pasear por calles vacías, de que los autobuses no volverían a circular vacíos, y de que en definitiva lo excepcional iba a pasar a ser ordinario.

El segundo momento vino hace unos días, cuando terminamos la cuarentena impuesta tras el retorno de V. a Cantón. Los chinos, cuidadosos de no traer de vuelta una enfermedad que había viajado previamente sin ningún control ni limitación, han impuesto todo tipo de controles y limitaciones a quienes vuelven al país, o mejor dicho, a quienes volvían, pues el país está ya totalmente cerrado a la entrada de extranjeros. Pues bien, nuestro encierro duró 14 días, en unas condiciones óptimas. En pareja, en un apartamento no muy grande pero agradable, y lejos del ruido y la furia contada por idiotas, al que estamos acostumbrados en nuestro país. 14 días pueden ser eternos o pasar en un suspiro. Hemos practicado nuevas rutinas, hemos organizado una vida de enclaustramiento con salidas a la terraza cuando el tiempo lo permitió o refugiados en el salón cuando afuera la lluvia tropical barría las calles. Hemos pasado dos semanas de encierro, y el último día, cuando ya podíamos salir, nos quedamos una tarde más a disfrutar el encierro, como los rehenes del banco de Estocolmo.

Finalmente, ayer, ya liberado de la cuarentena, ya vuelto al trabajo y a la placidez de la primavera en Cantón, salí a correr por la tarde en el paseo junto al río. Los grupos de mujeres bailaban al son de indescriptibles melodías chinas, los jóvenes paseaban sonriendo bajo la mascarilla, la temperatura era agradable y la luna se reflejaba sobre el río como en las idílicas estampas de la pintura china. Aquí, corriendo, escuchando música, viendo a la gente disfrutar de estos risibles placeres menudos, me sentí bien y llegué a pensar que en estos momentos, la anodina ciudad de Cantón, esa macrourbe del sur de China a mitad de camino entre Hong Kong y Macao era en estos momentos uno de los mejores lugares del mundo en los que se podía estar. Cantón, por fin podría competir con la martirizada Nueva York o con los solitarios bulevares de París. Se puede caminar, se puede hacer deporte, los restaurantes están abiertos con ciertas medidas de prevención, la vida bajo las máscaras no es al fin sino un remedo de los bailes truncados del carnaval veneciano. Por fin, parece que a pesar de los pesares, en esta Semana Santa atípica, éste puede ser el lugar en el mundo que tantos ansían,

Pero ojo, todo esto puede ser simplemente un engaño de la mente, una perversión del conocimiento y de la memoria como lo son todos los casos de síndrome de Estocolmo, una percepción errónea de las causas y de los efectos, que de perdurar nos puede llevar por el mal camino.



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