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jueves, 23 de abril de 2020

Cosas veredes


Cantón, 24 de abril de 2020.

Cosas veredes, amigo Sancho, esta frase tan expresiva y notoria, no aparece en el Quijote, pero por su rotundidad y sencillez se ha atribuido a la obra de Cervantes como una de esas sentencias que nos presentan lo inverosímil como algo real y presente. La expresión, en cualquier caso ha hecho fortuna en la lengua española , y aunque falsamente atribuida al Quijote, parece provenir del Cantar del mio Cid, como parte de una conversación, seguramente más elevada y tenebrosa entre el rey Alfonso VI y el Cid, donde el rey le dice: "«Cosas tenedes, Cid, que farán fablar las piedras».

Pues bien, hoy vemos cosas que jamás hubiéramos imaginado, países enteros enclaustrados, comercios y bares cerrados, calles vacías y aeropuertos donde solo aterrizan aviones de carga con material médico. Y una de las cosas que estamos viendo es cómo se percibe el mundo y a las personas de una manera diferente a la que se hacía hace solo unas semanas.

En China, donde lo occidental había logrado un estatus de lujo, de excelencia, los años de crecimiento económico habían hecho de los occidentales y de los productos de occidente, unos sujetos y objetos muy valorados. Hoy, eso está cayendo bajo, muy bajo. La idea de que el virus puede venir reimportado del exterior hace que la imagen de un extranjero sea percibida por la mayoría de la población como una amenaza y como un peligro latente. Se percibe en los ascensores, donde al entrar un occidental el resto de los ocupantes o bajan la cabeza o miran a la pared. Se nota en la calle, en las aceras, donde se evita el roce o se esquiva la mirada y se nota en la regulación de los establecimientos públicos, donde es frecuente ver esos carteles equivalentes a "se reserva el derecho de admisión", esa frase misteriosa de algunos bares de nuestra juventud, que a veces se combinaba con otra menos miesteriosas "se prohibe escupir en este local".

Pues, bien, aquí se prohíbe ya escupir en muchos locales, lo que supone un avance, y se aplica el derecho de admisión a los extranjeros, lo que hace que nos vayamos recluyendo por voluntad propia a ciertos espacios de comodidad que nos permitan llevar una vida casi normal en tiempos que no son normales.
Los occidentales en sentido amplio, y más particularmente los de raza blanca no estamos acostumbrados a este trato. durante siglos hemos paseado por el mundo con la seguridad de nuestro origen y en unos casos con prepotencia y en otros con piadosa conmiseración, pero siempre a salvo de cualquier sospecha de discriminación o menosprecio. El rechazo, cuando se ha producido era más bien producto del resentimiento. Y ahora vemos que la raza nos marca, aun debajo de las mascarillas se acierta a reconocer la piel que hay detrás y automáticamente somos enviados a otras filas, a otros lugares de espera, para que podamos dar muestras de nuestro estado de salud. Ya no somos los aparentes y orgullosos occidentales que viajan por el mundo con un pasaporte válido y una tarjeta con fondos. Ahora somos los posibles vectores de un virus que atemoriza y que se debe apartar.
Esta situación, como todas las discriminatorias tiene una débil base racional, pero sirve para aliviar las tensiones internas en tiempos de peligro. Sirve para acentuar la vuelta a la tribu, para saber distinguir mejor a los nuestros de los otros, y en nuestro caso, aunque el virus salió de aquí, viajó por el mundo y ahora puede volver, fundamentalmente traído por personas que regresan a su país desde el extranjero, siempre es más fácil identificar al otro por el color de la piel.

Hoy podemos entender mejor cómo viven quienes son objeto de discriminación por razón de la raza; lo duro que debe ser vivir en esa situación en un día a día normal. No me refiero a los casos extremos de persecución o de exterminio, como lo narrado por Primo Levi, con el sugerente título de "si esto es un hombre", sino a las pequeñas discriminaciones diarias con las que conviven tantas personas fuera de su ámbito natural. Ahora, ya ni la raza ni el pasaporte nos libra de un cierto desdén, de esa mirada oblicua que hace tanto daño como un insulto.

Y para terminar, la noticia de los periódicos españoles de hoy. Africanos en España llegan a pagar hasta 5.000 euros por subir a una patera que les devuelva a África. Cosas veredes, amigo Sancho, aunque Don Quijote no lo hubiera podido imaginar.


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