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sábado, 11 de abril de 2020

Época axial


Cantón, 12 de abril de 2020.

Hubo un tiempo, alrededor del 500 antes de Cristo en el que la humanidad comenzó a dotarse de una literatura trascendente que prescribiera una explicación de nuestra presencia en el mundo y de paso nos proveyera de un código moral capaz de permitir una convivencia pacífica en una sociedad que comenzaba a hacerse ya bastante compleja.

En esta época, siglo más o siglo menos se data la escritura del antiguo testamento de la Biblia, de los escritos de Confucio, de Buda, de Mozi, la historia de Gilgamesh y de otros pensadores menos conocidos que han regido la vida de Oriente y de Occidente hasta nuestros días.

Por distantes que fueran las civilizaciones en aquellos tiempos, pareciera que había una convergencia mundial en la que las inquietudes y temores andaban al unísono, y tenían una respuesta de los sabios del momento para tratar de dirigir a una humanidad diseminada en pueblos siempre orgullosos y considerados únicos, pero que latían con los mismos temores, las mismas leyendas que incluían invariablemente calamidades y castigos divinos entre los que no faltaban nunca las historias de la peste.

De esta eclosión espiritual nacen las religiones y las doctrinas que han regido la humanidad por más de 2.500 años, y hoy, en el sur de este oriente que se debate entre Confucio y el materialismo dialéctico,  celebramos una de las fiestas más significativas del cristianismo, la resurrección de Cristo, que pone final a la semana de pasión para dar lugar a un nuevo periodo, la Pascua de resurrección que durante cincuenta días nos llevará de la mano de la alegría cristiana y de los calores de la primavera hacia el domingo de Pentecostés, ese día en el que el Espíritu Santo, en la forma de lenguas de fuego se apareció a los apóstoles dándoles el don de lenguas para predicar la buena nueva por el mundo.

No es casual que esta celebración cristiana coincida con la pascua judía, el Pésaj, pues no es sino su adaptación al nuevo credo, partiendo de las historias de esa época axial en la que Moisés condujo a su pueblo a la tierra prometida, y cincuenta días después, (Pentecostés significa cincuenta días en griego), Moisés bajó del monte Sinaí con las tablas de la ley. Dos momentos de difusión de la doctrina, de predicación de la buena nueva en dos religiones hermanadas por la historia y por los mitos.

Y hoy volvemos los ojos a la religión para entender lo que no puede ser otra cosa que ignorancia o un castigo divino, o tal vez una mezcla de los dos; un castigo divino por la ignorante arrogancia del mundo. Si la ciencia no nos ha dado la respuesta correcta. Si los primeros síntomas se tomaron como cosas banales, cosas de chinos, si las comparaciones con la gripe se hicieron con tanto desparpajo como desconocimiento, si resulta que también la ciencia necesita de una liturgia, de unos protocolos, y sobre todo de tiempo, siempre habrá quien mire hacia el cielo en busca de respuestas, pues hoy sabemos y eso sí que es cierto que más de media humanidad está encerrada de una manera u otra y que la única certeza en este momento es la ignorancia de la duración de la epidemia y de sus consecuencias.

Cuando todo falla, y los discursos son impostados, así como las poses y los aplausos, más parecidos a las plegarias por un milagro que al reconocimiento por una actuación, no está de más echar una mirada al cielo y esperar pacientemente cincuenta días a ver si un viento tumultuoso nos trae unas lenguas de fuego sobre nuestras cabezas, capaces de exterminar el mal de la faz de la tierra.






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