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jueves, 28 de mayo de 2020

De senectute



Cantón, 29 de mayo de 2020.

En estos días en los que la peste se ceba con la vejez, recuerdo algunas amistades de senectud de las que he podido disfrutar en años pasados. Una de ellas es la de Antonio Bonet Correa, profesor de historia del arte, académico y Director de la Academia de bellas artes De San Fernando, y maestro de historiadores, que falleció esta semana a la edad de 94 años, ya en la fase de la desescalada, lo que permitió a su familia acompañarle en los últimos días.

Don Antonio tenía ese aire entre patricio romano y profesor francés que cultivaba sin ningún esfuerzo  desde que regresó a España a finales de los años cincuenta tras su paso por la Univerdidad de la Sorbona. Desde entonces dedicó su esfuerzo y magisterio a la comprensión del valor del patrimonio cultural español y del latinoamericano, pasión que le acompañó hasta el final de sus días.

Le conoć í a comienzos de 2012, en la primera reunión al a que asistí como Presidente del patronato de la academia de España en Roma. En ese momento don Antonio era director de la Academia De San Fernando, uno de los tesoros del arte menos conocidos de Madrid, y asistía en tal condición a la reunión de un patronato que se había caracterizado en años anteriores por la desconfianza  y por la discordia. Trabamos una buena relación y durante mis años al frente del patronato trabajamos en armonía junto con los académicos de Bellas Artes para mejorar la situación de los pensionados de la Academia en medio de la anterior Crisis económica.

De estos encuentros nació una admiración por su calidad intelectual y humana, que me permitió frecuentarlo a lo largo de todos estos años y apreciar cómo las virtudes no tienen por qué desaparecer con la edad. En esa época debía de tener más 87 años, y todavía pudimos realizar un viaje a Roma con los miembros del patronato, en el que visitamos las excavaciones en curso debajo de la basílica De San Pedro, y donde vimos un fresco de Caravaggio en el techo de un palacio arruinado en la vieja Roma, propiedad de un noble venido a menos y tendente a la bebida, casado con una norteamericana, que pasado su primor, trataba de vendernos el fresco para aliviar las cargas del palacio.
De todo ello quedan recuerdos de su inteligencia y de su entusiasmo hasta el final de su vida.

Cicerón dedicó un libro a la vejez, en el que un Catón el viejo, que vivió hasta los 84 años, dialoga con dos políticos de su tiempo, sobre los inconvenientes de la vejez y sobre cómo sobrellevarlos. Se acercaba ya Cicerón a los 63 años cuando lo escribió y según la tradición antigua, que tenía predilección por los múltiplos de siete, se acercaba al final de su noveno ciclo vital, y quería dejar un legado de cuanto le quedaba por delante antes de que se lo llevara la parca. El diálogo muestra el ingenio y la erudición de Cicerón, y también algunas intuiciones sobre la naturaleza humana y sobre las diferencias que hay siempre entre una vida bien llevada y otra echada a perder. No son los años los que acaban con uno, sino la amargura, el mal humor, la falta de entusiasmo, y así en de senectute, al igual que Catón llegó a los 84 años y se le considera un sabio por viejo, también Cicerón pretendía en su vejez seguir luchando por la República, que se deshacía entre ambiciones y asesinatos, pero fue él quien terminó asesinado a los 64 años, cuando comenzaba su décimo ciclo de vida, a manos de los sicarios de Marco Antonio, que mandó cortarle la cabeza y las manos, con las que tanto daño le había hecho. Para añadir sal a la herida, cuentan que la esposa de Marco Antonio, Flavia, hizo clavar una aguja en la lengua de Cicerón para vengarse de los ácidos discursos que pronunció contra ellos.

Estas historias de vejez, me han permitido conocer en los últimos años y disfrutar de su amistad de algunos de los maestros de pensamiento a quienes he admirado de cerca, en su calidad de lo que los franceses llaman “maitres á penser”, personas que con su obra y ejemplo dejan un legado entre el ruido y la furia de tantos locos, como recuerda Macbeth a la muerte de su esposa, Lady Macbeth.

Desde la tierra de Confucio, donde la vejez se respeta y se venera, aprecio hoy más las enseñanzas de Antonio Bonet, como las de otros amigos a quienes he conocido en su senectud, con todas sus cualidades intelectuales intactas, como Víctor García de la Concha, o Enrique Iglesias, maestros de cuya amistad me precio.

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