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viernes, 11 de junio de 2010

Francia

Hubo un tiempo en que quería ser francés, como Picasso, Chopin, Chaikovski, Gris, Van Gogh o Julio Cortázar. Francés, parisino, por supuesto. Francés de gabardina, de largos paseos a lo largo del Sena, o mejor aún de los canales del norte, visitador de cementerios en tardes otoñales, frecuentador de cafés a cualquier hora, husmeador de mercados y fruterías penetradas por el olor del melón canteloup. En fin francés mitad de siglo, del siglo 20, tras las tragedias de las dos guerras mundiales y de las iniquidades de las posguerras, de los olvidos y de la prosperidad que fomenta la bohemia.

Luego, con el tiempo, la pronunciación de las erres se volvió dificultosa. Poco práctica para la rapidez de la vida de un siglo que se escapaba. La decadencia, dentro de la opulencia de una sociedad satisfecha. Los vanos intentos de reverdecer imperios materiales o espirituales. La quijotesca lucha contra el avance imparable de América me hicieron olvidar esas veleidades apátridas.

La extraña actitud de ciertos intelectuales durante la segunda guerra mundial, refugiados lejos de París, doliéndose en la distancia de esta nueva invasión bárbara. Sus complicidades con el estalinismo, su trasnochado afán de compaginar una sociedad satisfechamente burguesa con una intelectualidad contestataria dentro de los cómodos límites del pentágono, me alejaron más de mi inicial empeño.

La Francia de hoy, diversa, oscura como su selección nacional de fútbol, multicultural a la fuerza, pequeño gigante entre países pequeños me es ajena, deberé repensar mi actitud y resignarme a esta nacionalidad de origen tan exigente e irreconocible.

Entre tanto, una canción, una película de la nouvelle vague, una novela del gran siglo XIX, o el diseño de una arquitectura hoy caduca, pero siempre amable, me hacen volver a pensar en las razones de ese precoz deseo de fuga. Tal vez en algún bulevar, en alguna librería, en algún mercado todavía me espere ese editor perdido.

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