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martes, 11 de mayo de 2010

Se despide del 10 de Downing Street con la cabeza entre los hombros, con paso rápido pero irregular y con esa cara de cama deshecha que no le ha abandonado en los azarosos meses de su presidencia.

Una salida reticente, esperando hasta el último minuto que cambiase su destino, que lo que no pudo conseguir en las urnas, saliera al fin de una carambola de resignación ante el marasmo existente. Pero hubiera sido un acto de buena suerte excesiva y ésta no se prodiga mucho últimamente.

La política, la empresa van incorporando constantemente caras nuevas, batiendo records de precocidad a la altura de Alejandro Magno, y ahora tendrán los británicos un nuevo primer ministro con cara de recién salido de la ducha, prácticamente lampiño frente a la hirsuta planta de su antecesor.

Aunque bien pensado, mejor cambiar no vaya a suceder como en cierta isla que ha tomado la fea costumbre de sustiutir septuagenarios por octogenarios y la apuesta continúa hacia ninguna parte.

Queda por ver adónde irá con esa pesadumbre del hombre que no ha vencido a su figura, ni a su destino, a pesar de posar con unos hijos demasiado jóvenes para un padre con tantas cicatrices en el rostro, a las que sumará hoy unas cuantas en el alma.

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