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martes, 17 de mayo de 2011

Paseos

Las tardes de domingo tienen algo de irrecuperable, de tiempo echado a perder en la moribundia del fin de semana. Son horas para el recogimiento, para la reflexión. El momento de preparar la semana que se avecina sin esperar nuevos emprendimientos para estas últimas horas del domingo. Con este espíritu salgo de casa una tarde de domingo cuando la luz del día se va apagando con cierto apresuramiento para cerrar el día con un paseo en el sosiego de la tarde. Distraído entro en la plaza solitaria y mientras camino pensando en otras cosas, me tropiezo con una pareja de edad madura que pasea sin prisas, con una sonrisa plácida en el rostro tomados del brazo. Reconozco con sorpresa que se trata del reciente premio nobel de literatura, Mario Vargas Llosa y su esposa Patricia a quienes conocí hace años, a quienes conozco por las continuas noticias que aparecen estos meses sobre ellos, y quienes con certeza no recuerdan los dos o tres encuentros que tuvimos en la Casa de América, tan gozosos para mi como inocuos para ellos. Dudo un instante si saludar al escritor, al hombre comprometido con su tiempo, o seguir mi paseo con nuevos pensamientos en la cabeza. En esa fracción de segundo en la que se toman las decisiones, en la que se produce la duda entre alargar la mano y extender una sonrisa con una frase introductoria o seguir el camino a unos pasos de los paseantes, hay tiempo suficiente para encadenar una serie de pensamientos lógicos. A pensar que la sonrisa de los Vargas Llosa se debía a la soledad de la plaza, a la ausencia de focos, de micrófonos, de amigos y allegados, a esos instantes de felicidad que da la soledad compartida. A pensar que la torpe intrusión de alguien que se cruza en su camino, que tiene que explicar su lejana relación con ellos, o la razón de su admiración y estima en apenas unas frases no harían sino interrumpir un momento privado, propio e irrecuperable.
Salí trastabillado del encuentro, al modificar en el último instante la trayectoria de mi caminar, y seguí pensando lo que le podría haber dicho en esos pocos segundos que otorga un encuentro casual. La fascinación se sus primeras obras leídas ya como un clásico en la Universidad cuando él no contaría más de cuarenta años. El regocijo con el que leí la tía Julia y el escribidor, entre el aprendizaje sentimental y el exceso de la imaginación desbordada latinoamericana. La premura con la que leí en unas tardes de verano al borde de una piscina la "conversación en la catedral", mientras pasaba ante mí la historia reciente del Perú. El recuerdo épico de la "guerra del fin del mundo", esa novela perdida en un Brasil perdido e irreconocible. En fin todas aquellas horas de feliz lectura que me ha ofrecido a lo largo de los años.
Igualmente podría haberle preguntado por los libros a mi modo de ver más discutibles. El divertimento del elogio de la madrastra, su libro sobre un Onetti tan alejado de él en lo formal y en los referentes.
Y podría haberle agradecido su compromiso con la libertad. Su valor por romper con el comunismo en los años setenta, por seguir un camino propio fuera de la protección de la literatura comprometida al estilo francés. Su defensa de los derechos de los ciudadanos cubanos, y su valor por bajar a la arena política en su país en un momento de turbulencia y de terror.
Podría haberle preguntado por su apuesta por Ollanta Humala como mal menor frente a la hija de Fujimori en una elección dolorosa para alguien que cree en el futuro de su país. Cómo esa decisión le ha granjeado las críticas de sus amigos y de muchos de sus conmilitones en Perú, pero que de cualquier modo no es sino la expresión de su ejercicio de libertad.
En esos pensamientos fui ocupando mi tiempo mientras caminaba varias cuadras, cuando al final de una avenida, ya con las luces de la ciudad encendidas, encontré lo que estaba buscando. Te encontré a ti.

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