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martes, 5 de abril de 2011

Soberbia

Llegan en vehículos cuatro por cuatro con los vidrios tintados, aceleran por las avenidas y no frenan sino al llegar a la puerta principal de la casa adonde han sido convocados o invitados. Al entrar por el portón no eluden rodar sobre un charco que salpica inmisericorde a otros invitados más modestos que acuden a la cita a pie, o que acaban de salir de un taxi. A continuación bajan de los coches precedidos por dos guardaespaldas  anchos como el horizonte pampeano. Se dirigen a la puerta, y eludiendo a la prensa, caminan presurosos, con una media sonrisa a la sala que tienen acondicionada para refrescarse y aislarse del mundo durante unos minutos antes de su aparición pública.
No son políticos, no son banqueros, ni siquiera empresarios exitosos. Son la cara de la fama, de la moda, de la farándula ilustrada en un modelo que supera a las viejas folclóricas, para acercarse, aunque solo sea en la parafernalia y en los caprichos a las estrellas del rock del universo anglosajón, es decir mundial o global como quiere el idioma inglés.
La fascinación por los famosos, los actores, cantantes, creadores bendecidos por los minutos de televisión es algo común en cualquier ciudad. Jóvenes ansiosos a las puertas de un hotel, periodistas que necesitan una toma, unas palabras; políticos que ofrecen un acuerdo mutuamente beneficioso, minutos de notoriedad para llenar de colorín las horas mortecinas.
Tengo poca tendencia a la mitomanía. Es más fácil la decepción, la expectativa incumplida que la satisfacción por conocer al famoso. ecuerdo vagamente una fotografía firmada por los hermanos Tonetti, uno de los cuales, el payaso triste terminó suicidándose, otra foto en blanco y negro de las olvidadas Pili y Mili en una tarde de cierzo zaragozana, con abrigos demasiado cortos para la época y finalmente una fotografía de Charo López con una dedicatoria apócrifa que debe viajar conmigo en alguna caja de recuerdos sin clasificar. Allí termina mi afición por los famosos, la curiosidad por esos personajes que viajan en una burbuja, como los presidentes en un país extranjero, y que últimamente salen las películas de Santiago Segura, Torrente, como reclamo legítimo ante la anemia de la audiencia.
Fugaces  en su paso, suficientes en sus ademanes, caprichosos en sus exigencias, aparecen ante nosotros en un gesto de condescendencia y vuelven a ocultarse en las sombras de la noche, en el humo y el alcohol para poder soportar otro día sin preguntarse a quién se parecen más, de quién han tomado sus costumbres y exigencias, en qué barrio de la ciudad viven a fin de cuentas.

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