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sábado, 23 de abril de 2011

Árabes

Cada día nos llegan noticias de ese extermo de la península arábiga, antiguo poblado de pescadores de perlas y refugio de piratas, bendecido por las reservas de petróleo y de gas que afloran hoy para dar sentido a unos desiertos cálidos y largo tiempo abandonados. Desde las altas torres de Dubai a la refinada riqueza de Abud Dhabi, el dinero ha hecho de estos pequeños emiratos un referente internacional en cualquier extravagancia que podamos imaginar. El hotel de más estrellas, los mejores caballos, la mejor cetrería, los mejor pagados campeonatos de tenis o de golf, carreras automovilísticas, tiendas de oro, lujo que ya no encuentra compradores en Occidente, playas con formas caprichosas, palmeras, un mundo en otro mundo de aguas poco profundas, centros médicos de vanguardia, y ahora colecciones de pintura y de arte. Todo por y para el dinero, en el epicentro de una nueva sociedad cada vez más opulenta y hedonista. El Golfo, los países del Golfo arábigo se convierten en el referente para millones de indios, iraniés, árabes de toda procedencia, occidentales atraídos por la riqueza. Todo al alcance de la mano, con una cierta permisividad impensable en los países vecinos y libres de las turbulencias, de las guerras y del terrorismo que anida en Irak, Afganistán o Somalia, no lejos de estas plácidas costas de promisión.
Desde el Golfo vienen periódicamente hombres vestidos con una túnica blanca y un pañuelo de cuadros blancos y rojos ceñidos a la cabeza, que a pesar de su impecable inglés y de su esmerada educación en los mejores colegios durante un par de generaciones, no pueden abandonar ese aire desmedrado, esa timidez tornada en arrogancia, esa seguridad del dinero en un mundo que definitivamente no es el suyo.
Estos árabes han comprado bancos, caballos, hoteles, edificios en Londres y en la Costa del Sol. Hoy vienen a comprar equipos de fútbol. Unos con más dinero se decantan por equipos sólidos, otros buscan gangas entre los endeudados equipos españoles, cada vez más cercanos a la quiebra en un mundo que había aparentado solidez y lujo y que hoy no son sino el espejo de la patria, un cascarón sin alma a expensas del mejor postor, ante la mirada displicente de los grandes cada vez más grandes y más ajenos a estos vaivenes.
No deja de sorprender la alegría de estas ventas, el exotismo de estos nuevos dueños que dan un colorido especial a los palcos de los estadios.
Detrás de los equipos de fútbol viene el resto. No hay hueco en las agendas de estos nuevos Midas para recibir a un empresario más, a un gobernante en busca de fondos para sus dispendios. Lo que se avizoraba hace cuatro o cinco años es hoy una realidad. Uno de los ejes de este nuevo mundo sin reglas, sin moral, está en esos lejanos desiertos poblados por nómadas atónitos de su propio poder y desconfiados, y por masas de otros musulmanes menos favorecidos que trabajan en condiciones infrahumanas bajo el mismo sol, bajo el mismo Dios.
No lejos de allí siguen las revoluciones islámicas. Lo que comenzó como una muestra del malestar del norte de África contra unos gobiernos corruptos se ha extendido por buena parte de los países árabes de la región, con una furia descontrolada, con unas ansias desconocidas en poblaciones por largos años preteridas. El malestar de las calles, la represión, la sangre llegan amortiguados a los países del Golfo y a Arabia Saudí. La hipocresía de las relaciones internacionales nos hace alegrarnos de algunos triunfos de la democracia y temer la desestabilización de otras satrapías.
Vienen tiempos interesantes y por si acaso, los pequeños jeques siguen comprando juguetes con los que entretener el tiempo que avanza inexorable y terminará por tragarse a los incrédulos.

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