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viernes, 8 de abril de 2011

Muertes

En Cuernavaca, México, han torturado y asesinado al hijo del poeta y escritor Javier Sicilia y a siete personas más. Uno más de los 35.000 asesinatos que se registran al año en ese país, pero un asesinato con nombre y con apellidos. La sinrazón de la violencia, la maldad infinita que aflora en estos actos necesita de caras, de nombres que le den relevancia pública, pues de otro modo se pierden en la estadística. Estos últimos asesinatos han causado conmoción en México donde Javier Sicilia es un personaje conocido y donde su determinación en el esclarecimiento de los hechos trae consigo una mayor publicidad sobre el clima de violencia en el país. Es difícil no estremecerse ante estos hechos, o ante la serie de asesinatos de Ciudad Juárez, tal como los plasmó Roberto Bolaño en su novela 2666, que curiosamente se convirtió en libro de culto en los Estados Unidos, tal vez por esa imagen violenta y salvaje del país del sur. Es difícil no preguntarse las causas de esta maldad, de este mal radical, atribuído al narcotráfico, la corrupción, el tráfico de armas o quizás la historia.
Un país con un culto a los muertos, como México, donde la vida y la muerte se confunden como le ocurre a Pedro Páramo, un país que ha visto las costumbres de los mayas y de los aztecas, la violencia de la conquista, las interminables luchas de la independencia, la revolución anterior a la revolución rusa, la violencia institucionalizada, no puede ser ajeno a la violencia actual; mortífera y eficaz.

Son los nombres los que dan fe pública de lo que ocurre. Al igual que el chascarrillo, según el cual aconsejaban al jefe de operaciones militares de la OTAN, que al hablar de un bombardeo que había causado cientos de muertos dijera que entre ellos se encontraba un dentista de Illinois. De ese modo todas las preguntas girarán sobre el dentista, y no habrá preguntas sobre el resto de las muertes.

Pero sigue la violencia en el continente, y México no es el único dominio de la muerte. Ayer mismo se daba la noticia del asesinato de 12 niños en una escuela de Brasil y del posterior suicidio del asesino. Violencia irracional en el país de la alegría. Aquí no hay nombres. Solo el horror que se extenderá entre las familias y el barrio, pero que no trascenderá porque no es puede identificar a los muertos. Además, con razón se lamentaba el presidente de México en una entrevista, la violencia en su país es similar a la de Brasil, pero Brasil tiene un aire menos trágico, que le permite tener una imagen internacional desligada de esta violencia.

Muertes sin nombre, anónimas, como las de los 186.000 millones de muertos que se calcula ha tenido la humanidad, imagino que en una progresión geométrica debido al aumento de población. Muertes como las de Irak, Afganistán o ahora Libia. Muertes que en algunos casos producen serios golpes en las conciencias y en otros no, según se puedan identificar, reconocer por una foto, o por una nota periodística. Muertes anónimas como las que ahora se producen en Libia, con guerra entre ejército e insurgentes y con bombardeos de la OTAN, pero que al parecer no despiertan la conmiseración de los ciudadanos europeos, como sí ocurrió durante los bombardeos de Irak. Muertes al fin y al cabo, como destino final, inevitable, Muerte que iguala a los hombres, como dijo Jorge Manrique, pero de la que solo queda huella cuando tiene nombres o poetas que la recuerden.

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