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viernes, 16 de abril de 2010

Viajar

Viajar, trasladarse en el tiempo y en el espacio, aunque sea sólo un modesto viaje manchego, cambiar de luz, de cielo y casi de vida en el pequeño lapso de unas horas.
Colinas suaves, verdes, salpicadas de humedales, y sobrevoladas por miles de aves atónitas ante la anacrónica estampa de una primavera casi inglesa.
Transitar por carreteras con añoranza de caminos rurales, caminar por pueblos parsimoniosos donde el tiempo vuela de otra manera. La plaza, el ayuntamiento, el infaltable pabellón municipal, las inacabables obras que cruzan como cicatriz abierta toda la geografía española. Y ese caminar indolente, circular, afanoso de una cada vez más nutrida compañía de ancianos, de jubilados y prejubilados que anuncian el definitivo triunfo de la nueva pirámide poblacional de España.
Otras vidas, azarosas, como dicen que es nuestro origen y destino, ajenas al tráfago ciudadano, con otras preocupaciones, otros deseos, que al fin y al cabo son los mismos en cualquier parte. El temor al dolor, a la pena, la búsqueda de la satisfacción, del placer menor, de ganar tiempo al día en el cauce del río que finalmente dará en la mar.
Pueblos de España y de tantos otros sitios, de orígenes diversos, donde se hablan otras lenguas, nunca habladas o tal vez repetidas como ecos de hace más de cuatrocientos o quiniesntos años. Nueva fisonomía, nuevas sangres y rasgos que aceleran un tiempo estancado durante años. Campos de España, o de Inglaterra tras la endición del agua.

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