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sábado, 6 de marzo de 2010

Olvidar, sacar de la memoria, desechar de nuestra experiencia mientras transcurre el tiempo. Olvidar que alguien estuvo allí, que se paseó, se expuso al sol con nosotros, nos acompañó en un paseo y ya no está. Olvidar para avanzar.
Olvidar las promesas, las declaraciones, echar en olvido nuestros compromisos para liberados de peso seguir un camino adánico.

No querer recordar que la convivencia democrática exige tolerancia, garantías para los más débiles, reglas claras, justas y ciertas . Que los derechos deben ser ejercidos y tutelados, y que no bastan una elecciones democráticas para dar validez a todo lo que un gobierno haga.

Olvidarnos de Bolivia, por ejemplo, del sinuoso avance revolucionario, de las indiscutibles elecciones y de la lenta reclamación indigenista. De los recortes a las garantías judiciales, de la voracidad de un poder cuando se dice revolucionario, de la implacable persecución de los enemigos políticos y del respeto a quienes no quieren seguir el mismo camino, a quienes quieren discutir, rebatir y vivir de otro modo.

Olvidar los requisitos de una justicia democrática para justificar una estabilidad política o social. Para justificar una relación armoniosa sin aristas, aquiescente sin entrar a juzgar los asuntos internos de los otros. Al menos en Bolivia, o en Venezuela o en Cuba. Respeto, que no me toquen, que no me digan que se ovliden de quienes siguen aquí adentro en el torbellino revolucionario que los traga y nunca abandona.

Olvidar para vivir tranquilos, para soportar la levedad de los días y la fragilidad de la memoria.

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