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viernes, 19 de marzo de 2010

Confesar

Confesar, reconocer los errores y tal vez algo más. Confiesa el ladrón cuando es sometido a la presión del juicio. Confiesa para salvarse o para reducir su daño. No el que hizo a los otros.
Luis Roldán aparece de nuevo en la vida pública española. 15 años después de sus andanzas que comenzaron en una Zaragoza en transición y culminaron en un trasiego de aeropuertos tropicales,sospechosos mediadores con pasaporte diplomático de Cabo Verde e incongruentes posesiones en París y en Saint Barth. Será por la cercanía de Zaragoza con Francia o por una educación con un baño de francés como era habitual en la época.
Aparece cuando una generación entera de españoles no lo conoce, no sabe de sus hechos ni de sus ficciones. Y confiesa negligentemente, sin confesar, sin reconocer el daño causado, con el alivio de la confesión católica. Parcial reconocimiento de los pecados, ligero propósito de la enmienda, penitencia cumplida apresuradamente y limpio de nuevo. Es la ventaja del catolicismo con su sacramento de la confesión sobre otras religiones más exigentes. El pecado, la falsa palabra, la acción injustificable no se limpian con la penitencia, quedan como un remordimiento.
Pero aquí está ufano, aliviado, con él desahogo de poder mostrar un cumplimiento de penitencia que debiera borrar años de infamia, y además, con la superioridad moral de haber cumplido. No como otros.
Confesar y liberar el alma del pecado o del delito. Pasar a otros, al confesor, al juez el peso que oprime al pecador, y ahora a comenzar de nuevo y tratar de ganarse la confianza otra vez, como aquella lejana noche en la que un alcalde eufórico le pidió hacerse cargo de un destino que nadie quería, de marchar al frente en la lucha contra el terrorismo con vagas promesas de un ascenso político y desde allí comenzar a acumular infamias, ventajas, y al cabo penas y descrédito. Volver, confesar y no aprender.

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