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sábado, 3 de septiembre de 2011

Penélope Fitzgerald

Hay vidas literarias extrañas que solo pueden suceder en Gran Bretaña. Esa mezcla de alta educación, imponentes edificios, frías salas y deficiente alimentación generaron una serie de escritores y de críticos que cristalizó alrededor de la segunda guerra mundial, y que vieron el mundo desde la ventana de la sospecha de un país declinante. Posiblemente la Gran Bretaña de hoy no sea así. La inmigración, la modernidad, la rabia que se mostró este verano durante los disturbios sociales, apuntan a otro mundo menos literario, más cercano y por ello menos bello. Pero el aroma de esa vieja literatura de mansiones y prados, de personajes fríos y reservados, pero a la vez cotidianos en sus costumbres, y previsibles en sus actos, todavía deja destellos y trae recuerdos de esa isla inclasificable.
Penelope Fitzgerald, hija de un editor y sobrina por doble vía de dos obispos de la iglesia anglicana, es uno de esos personajes que a fuerza de leer y de escuchar, dio el siglo XX. Una mujer que no comenzó a escribir hasta los 60 años, cuando murió su marido, y que en una serie de pequeñas novelas, recorrió sus vivencias personales en esa Inglaterra cotidiana y exótica, que va desde la segunda Guerra Mundial a los años 70, para pasar luego a los pequeños relatos basados en Italia o en la Rusia prerrevolucionaria, que dan cuenta de otros mundos, de otras vidas con una cercanía inusual en un extranjero. Una novela que comienza con una mujer inglesa abandonando a su marido, impresor en el Moscú de 1913, y a sus tres hijos, sin explicación y sin sentido aparente, comienza de forma admirable.

En tiempos de cambio, de nuevos accesos a la lectura y a la información, pequeñas obras como estas constituyen el sustento de esa red que nos envuelve y nos coloniza día a día. El contraste entre esa escritura basada en lecturas premiosas, en conversaciones susurradas en el rincón de una librería, y la rapidez de la información, la accesibilidad a la biblioteca universal a golpe de tecla, da idea de la distancia vertiginosa entre el ayer y el hoy.  Cuando todo parece cambiado, cuando las certezas de desvanecen, cuando seguimos pensando con categorías tradicionales, del pasado, no está mal echar un vistazo a ese pasado con calma, sin la avidez de encontrar parte del futuro, sino por el placer de emplear el tiempo morosamente, sin urgencias ni condiciones.

Esta melancólica estética no tiene tampoco mucho que envidiar a pretendidos análisis modernos. Nos vemos sobrepasados hoy por la información vacua, por noticias deslumbrantes que se desvanecen antes de que hayan penetrado en nuestra conciencia. Por modernos augures de nuestro tiempo que no hacen sino repetir viejas consignas con nuevas palabras. Tal vez la modernidad está más en el medio que en el mensaje. Es el medio el que ha avanzado, el que nos pone en conexión con el mundo, pero la mayoría de las veces para decir las mismas obviedades de siempre, y con menos profundidad.
Por eso, descubrir pequeñas obras como las de la señora Fitzgerald, da un reposo al cerebro en su búsqueda constante de la novedad.

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