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domingo, 11 de septiembre de 2011

Una cierta felicidad

Los pequeños placeres de lo cotidiano asoman a las portadas de los periódicos como algo natural cuando todo va bien. La despreocupación de la noticia, el desahogo de los personajes que se permiten airear su satisfacción en público, son muestras de esas fases de bonanza en las que la economía de un país permite alegrías consumistas, y en las que las preocupaciones van más allá de la angustia por el recorrido de la bolsa, por los índices de desempleo o por esas extrañas fluctuaciones de los indicadores macroeconómicos, que solo se hacen notar en tiempos de crisis.
Así, las entrevistas personales a un empresario, a un actor, a un político, permiten adivinar esa tranquilidad de espíritu, que nos regala las declaraciones más obvias, más correctas y más infantilmente falsas, como las que se pueden leer en cuaquier entrevista previa a una edición de miss universo. No difieren mucho, pero son reflejo de una época, de un momento de calma y de cierta felicidad.
En esta atmósfera despreocupada y optimista no faltan las expresiones sobre asuntos más graves, generalmente ajenos, que ahora se puden ver con el desapego de la distancia y de la falta de culpa. En los alrededores del 11 de septiembre, nadie puede dejar de echar su cuarto a espadas recordando dónde estuvo en aquella fecha, ni con quién, ni cómo. Pero además todos damos explicaciones a posteriori de lo que ocurrió de por qué y de cómo se reaccionó. En este caso, desde la falta de angustia y de temor que dan una adecuada lejanía y una ilimitada confianza en que la demanda mundial de alimentos mantendrá por años el curso de la prosperidad, se leen con apacible autoridad las crónicas del desastre que desde hace 10 años cambió aparentemente el curso de las cosas que siempre creímos natural.
Será difícil explicar el odio, la necesidad de venganza que llevó a David a tumbar con la honda al Goliat representado en las torres gemelas. Más difícil es explicar racionalmente las relaciones causa efecto de este tipo de ataques, que muchos ven como algo automático, como la reacción lógica a una serie de humillaciones insoportables en el tiempo. No faltan exégetas de ests teorías de la causalidad, de la ineluctable caída de un modo de vida que nos llevaría a la tragedia. Tampoco faltan; más bien abundan todos aquellos que critican cualquier reacción violenta a los ataques. Aquí ya no vale la teoría de la causalidad, A los ataques hay que responder cristianamente otorgando la otra mejilla, y al parecer con mucho tacto para no exacerbar más a la bestia. En fin, que 10 años no es nada, que la mirada vuelve nostálgica a los años en los que el viaje en avión era un agradable programa de vacaciones, y a esos años en los que según leo ahora, ese feliz fin de siglo no estaba habitado por la desconfianza, por la bronca, por la violencia. Ese parece ser el relato que más abunda. Los ataques de 2001 y su reacción cambiaron el mundo, de uno confiado y feliz a otro de tenebroso y terminal.
 Todo ello, claro está si miramos desde el centro, desde nuestra perspectiva occidental. Pero qué pensarán en Oriente, en esa confiada Asia que va recobrando el pulso mundial con una economía vigorosa y expansiva, o ¿qué pensar en esa otra América, en "nuestra América" que ve con ojos risueños cómo esta vez la crisis le pasa por el lado y sonríe como anticipando una dulce venganza frente a los años de fracasos y frustraciones?

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