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sábado, 11 de junio de 2011

El día en que vi a Pamela Anderson

Sorprendentes son los vericuetos del día. Una tarea inesperada, un viaje inoportuno al aeropuerto, la confusión en el caos de cenizas de un volcán no demasiado lejano, el error al abrir una puerta o la necesidad de ingresar con rapidez en la zona reservada del aeropuerto, me deparó al visión de una mujer recostada en los sofás de la sala vip del aeropuerto de Buenos Aires. La melena de un rubio oxigenado, la indumentaria confortable en la expectativa de un largo viaje, y el aburrimiento en la cara me ocultaron en un primer momento la identidad de alguien bien conocido en el universo erótico de los años 90.
Fue al salir aturdido por las prisas y por la desorganización de esta sala, cuando mi acompañante me alertó sobre la identidad de esta solitaria mujer. Como todo en la vida las apariencias, las expectativas tienen un ángulo tramposo que nos confunden. Además, la realidad siempre es más chata que la imaginación.
La imagen de esta mujer en su decadencia no puede encontrarse ya más que varada en alguna estación de tránsito en un país lejano, acorde con la declinante etapa de su carrera profesional. Decadencia y decepción que alimentaron por unas horas a unos espectadores que se sintieron parte del mundo por unas horas. Como nos ocurre a los que acostumbramos a vivir en la periferia, a quienes nos ilusiona compartir esporádicamente los reflejos de los rayos que se emiten desde el centro de los acontecimientos.

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