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miércoles, 23 de febrero de 2011

Partir, abandonar lugares y personas. Dejar atrás recuerdos y vivencias. Siempre entre el pasado y el futuro, el presente no es sino un instante, por eso recordamos y soñamos para trascender a lo instantáneo.

En pocas horas de viaje todo cambia. Adiós a las rutinas, a los protocolos que nos ayudan a comprender la vida. En ese breve espacio de tiempo tu presencia se difumina, aquellas personas a las que frecuentabas dejarán de verte, tal vez los primeros días, por cortesía o por costumbre todavía te esperen, todavía marquen fallidamente ese número telefónico que fue tuyo. Pero el tiempo y la distancia cumplen inexorablemente su ley y la ausencia se impone como algo verdadero, como una nueva realidad en la que ya no te cruzarás en la calle con esas personas que veías cada mañana en tus paseos o en tu trayecto. Ya no cruzará miradas con aquellos que marcaban el tiempo en un reloj humano. Las 9.15, el mendigo rumano del primer semáforo. 9.20 aquel quiosquero impaciente por la escasa venta. 9,55 las dependientas de una tienda de abrigos que deben abrir exactamente a las 10.00. No te marcarán el tiempo, y tampoco les servirás de referencia, el cambio, la mudanza tiene esas cosas.

Mudanza tras seis años y siete meses en la ciudad. Búsqueda de nuevo aire, nuevo escenario, nuevos escenarios y nuevos tiempos. Dejar atrás algunos días felices, tardes borrascosas, hallazgos crueles y en definitiva, jirones de vida que has vivido con intensidad, como es la vida, con esperanza y con nostalgia, que seguirá igual en otros ámbitos, otros tiempos.

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