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sábado, 3 de diciembre de 2011

Esperando a los bárbaros

Las horas pasan con angustia, mientras esperan la llegada ineluctable de los bárbaros a las puertas de la ciudad. En realidad estas horas, estos días son una prórroga inútil después de la derrota de hace un par de semanas. Solo el respeto de las formalidades que los dos bandos han decidido mantener ha dilatado el tiempo de espera y la fatalidad del cambio.
Ya han perdido la insolencia de la mirada, la petulancia de las formas y el altivo desprecio con el que han tratado  a sus adversarios por más de siete años. Apenas unos cuantos recuerdan cómo accedieron ellos mismos al poder de la ciudad tras una catástrofe impensada que desalojó a los anteriores dirigentes y los instaló a ellos en el poder que como siempre, parece eterno. Pero pasaron los años, los tiempos se volvieron peores, la catástrofe no se precipitó como unos años antes, sino que se fue acumulando día a día, mes a mes, hasta que su peso se hizo insoportable y los ciudadanos decidieron una vez más cambiar a sus gobernantes para tratar de salvar a la ciudad y sus tradiciones una y mil veces traicionadas.
Hoy deambulan con la mirada perdida por los corredores del poder. Algunos se asoman a las murallas para tratar de entender los movimientos de tropas desde el lejano campamento. Los vencedores han enviado una comisión para negociar los términos del traspaso de poder que a todos interesa sea limpio, y con sonrisa nerviosa se sientan separados por una mesa con papeles e instrucciones de uso. Pero eso no es más que una formalidad; el poder se toma de golpe. El día en que entren los generales seguidos de la tropa los vestigios del antiguo mando volarán barridos por un viento reparador y quién sabe si con esos restos no volarán documentos importantes con secretos de la ciudad o las cuentas de los últimos caprichos de unos gobernadores que se sentían ya condenados de antemano.
Algunos han preferido huir por las hendiduras de la muralla destrozada; han buscado una salida desesperada y se han aventurado por un corto desierto a sabiendas que algunos aliados, más allá de la ciudad les esperan con los brazos abiertos. Allá tratarán de reorganizarse y si nadie los apercibe rumiarán su derrota y culparán a los vencedores de la ruina de la ciudad que ellos mismos tejieron. Así son los hombres en la derrota, desde la lejana Troya a las infames secuelas de las guerras europeas.
Los que quedan cuentan las horas, piensan cómo bajarán los escalones del poder que han disfrutado con gusto y sin pudor estos años; se lamentan por el bien perdido y se preparan para el invierno. Los hay que piensan que serán indultados, que las pequeñas traiciones de última hora les ahorrarán un sufrimiento mayor o tal vez les permitirán unirse a las filas de los vencedores, como si nunca hubieran gobernado. Así es también en muchos casos el alma humana, temerosa y mezquina.

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