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miércoles, 21 de diciembre de 2011

Lugares

La vuelta a los lugares donde se ha vivido entraña generalmente el reconocimiento de los lugares, de las calles, edificios y algunos monumentos que por un espacio de tiempo fueron tus referencias. De igual modo esta vuelta conlleva casi  siempre la ausencia de las personas que poblaron esos paisajes, los amigos que se fueron, los que cambiaron de calle o de ciudad, los que murieron con el irreversible paso del tiempo y los que sin cambiar de lugar cambiaron de vida y dejaron de ser aquellos a los que conociste o como los conociste en un momento determinado, que para ti fue el momento en el que la ciudad o el lugar quedó congelado.

Hay otro tipo de lugares que visitamos con frecuencia y que pos su carácter turístico o histórico nos dan una idea de permanencia, de a temporalidad que ni los estragos del tiempo ni las fallas de la memoria nos pueden hacer cambiar. Aquí las personas son accesorias. Tal vez un vendedor de souvenirs, una gitana que trata de leerte la mano tengan los rasgos similares a aquellos que viste hace algunos años, durante tu última visita, pero nada te puede asegurar que esa gente tenga algo que ver con el lugar, son transeúntes en el sentido más estricto, y su presencia o ausencia no perturba tus recuerdos, aún diría que lo hacen en menor medida que cualquier fenómeno meteorológico que sí que puede hacer variar el carácter de tu visita. "¿Recuerdas la última vez que estuvimos en París cómo llovía?" "La nevada sobre Praga le daba un color mágico que luego no hemos recuperado en sucesivos viajes"... En estos casos, el tiempo pasa y solo imperceptibles cambios modifican el lugar sin que nada perturbe tu ojo viajero.

Sin embargo a veces ocurre que el lugar sea irreconocible, que las calles anodinas de otro tiempo se hayan poblado de otros negocios, que los lugares de encuentro o referencia no fueran  esos monumentos sólidos que se mantienen frente a las inclemencias del tiempo, sino un restaurante, un banco, un gimnasio o aquella heladería que aplacó tu calor en una tarde de verano. En estos casos, cuando todo cambia, cuando los años no han sido benévolos con la ciudad y cuando la decadencia y la dejadez han hecho irreconocibles buena parte de ese espacio que un día ocupaste y fue tuyo; queda el paisaje humano, aquellos habitantes no circunstanciales que han hecho su vida en la ciudad, tal vez ignorantes de su deterioro o sin fuerzas para buscar otros lugares. Esa gente que te reencuentra con la vida como una continuidad; que desmiente aquello de que todo pasa y todo cambia, de que ya no somos lo que fuimos. En estos casos excepcionales, puedes retomar una conversación iniciada hace muchos años, recordar anécdotas que se repiten cada vez que ves a los protagonistas, o que te recuerdan y te permiten reconocerte en ellas tal como eras.

Son las ventajas de los espacios poblados con gentes, de una cierta amistad que perdura más que las frágiles piedras y ladrillos de los edificios, son como aquellas representaciones que no necesitan de un escenario ni de un atrezzo, que perviven con la fuerza de la palabra, de los gestos y de mirada a pesar de los años y de los avatares. Es un pequeño triunfo de la memoria sobre el espacio que se produce rara vez, pero que te deja con la satisfacción de pensar que no todos los tiempos son iguales, que siempre hay momentos que te quedan en la memoria y que te acompañarán mientras ésta no te falle.

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