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martes, 28 de diciembre de 2010

Mapa de la miseria ciudadana

Siempre ha sucedido. Es inevitable recorrer las ciudades y esquivar a los mendigos que inevitablemente pululan por sus calles o se apuestan en cualquier semáforo para darnos los buenos días y recordarnos su presencia. Sin embargo, estos días, su presencia en el centro de Madrid es inusualmente ubicua, los topas al salir de casa, al cruzar la calle, al enfilar por la Gran Vía o al doblar un recodo de los muchos que alivian las calles principales de la ciudad.


Se dirá que existen en todos los países, que incluso en París se cultivó una especie de simpatía por los clochards, o que en Buenos Aires a los linyeras se les considera como viejos habitantes de la pampa, pero en Madrid, hoy, la mendicidad constituye una erupción que parece el síntoma de un mal mayor.


Primero están los grupos de africanos, todos parecidos, varones, jóvenes, fuertes, de buena presencia y sonrisa amable que tratan de felicitarte las pascuas en un español apresurado, a quienes encuentras indefectiblemente a las puertas de cualquier supermercado o comercio, con un ejemplar plastificado de "la farola". Este ejemplar les ha costado un euro y los adquieren en un bajo de un barrio de Madríd, allá por la carretera de Extremadura, donde un  antiguo mendigo, de origen francés ha establecido su particular negocio de la miseria. Compran allí los subsaharianos su revista, su coartada a la que agarrarse en las puertas de cualquier negocio para explicar su extemporánea presencia. Son mendigos saludables, sonrientes y pasajeros. Tengo para mí que su presencia en la ciudad no es larga, que están de paso en camino a cualquier lugar más benévolo.


Luego viene una caterva de inciertos acentos centroeuropeos, de barba oscura y cerrada ellos, con faldones y pañuelo ellas, agitados, vocingleros. Si acaso entonan algunas palabras en español lo hacen con un timbre alto, penetrante, ininteligible. Ellos suelen llevar una pierna tapada con sucias vendas, un bastón, o los más de los casos una de esas muletas de hospital, cojean ahora del pie izquierdo, ahora del derecho, se mueven entre los transeúntes o entre los coches, y parecen dispuestos a quedarse, a juzgar por el tiempo que llevo viendo a uno de ellos a través de los cristales de mi habitación. ¡Quién sabe si no serán parte del regalo de nuestros vecinos, hartos de su presencia en la dulce Francia!


Finalmente tenemos a los autóctonos, a los nuestros a aquellos que la solera de los años, o la arrogancia de la nacionalidad los hace acreedores de los mejores lugares, de los rincones más apetecidos. Hay dos que pernoctan en la Gran Vía, a las puertas del cine Capitol, unos metros antes de llegar a Callao. allí establecen sus reales, se alivian y asean a la vista de propios y turistas, y allí se calientan en la rejilla de aire del metro subyacente. Pero hay muchos más, en todos los callejones, en los aledaños de la Plaza Mayor, en el subterráneo de la Plaza de la Cibeles, con cartones, carritos, botellas de vino. Se encuentran, se reconocen y nos miran, a veces con la mirada perdida. 


Son la penúltima estación de la miseria, el recurso final de las decepciones, del agotamiento, de la inanidad de un sinvivir. Salen a la calle para mostrar lo que otros más pudorosos esconden tras las puertas de sus casas, pero están por todos lados, parecen reproducirse en el invierno y parecen anunciar tiempos más ciegos.

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